ACERCA DEL CONCEPTO DE TRIBUTO Y DE SUS IMPLICANCIAS
& 1. SON TRIBUTOS LAS CONTRIBUCIONES DEL ARTÍCULO 4 DE LA CONSTITUCIÓN NACIONAL?
La naturaleza jurídica de las contribuciones que proveen de recursos al Tesoro de la Nación no ha podido ser estudiada bajo un bagaje jurídico unívoco. Distintas disciplinas han reclamado para sí su estudio, reivindicando su autonomía dogmática y normativa. Una muestra elocuente de la veracidad de tal aserto se alcanza a vislumbrar, sin ninguna clase de dificultad, a poco de que se repare en la naturaleza jurídica de las contribuciones destinadas a financiar la prestación de los servicios públicos, que, en sustancia, han sido estudiadas profusamente por la doctrina versada en derecho administrativo y se ha disciplinado su régimen jurídico con arreglo al sistema de fuentes jurídicas de esa vertiente del conocimiento jurídico. En cambio, otras contribuciones, como los impuestos, son abordados en los estudios de derecho tributario y otras, como las que refieren al comercio exterior, por el derecho aduanero.
En ese estado de cosas, resulta quimérico el criterio doctrinario que procura subordinar las contribuciones del Artículo 4º de la Constitución Nacional al régimen jurídico tributario que disciplina la Carta Magna a lo largo de su articulado. Esta visión sesgada de la cosa pública no alcanza a comprender que nuestro constituyente previó distintos mecanismos de financiación de la actividad estatal que no resultan subordinadas bajo reglas comunes, excepto aquella que consagra la vigencia irrestricta de los derechos humanos y la garantía innominada de razonabilidad en el ejercicio de cualquier potestad.
Resulta casi un lugar común decir que todas las contribuciones que conforman el Tesoro de la Nación son tributarias. Pero a poco que se profundiza en el análisis se advierte con suma facilidad que tal aserto no condice con la realidad. Así, ningún autor se atrevería a sostener sin algún grado de duda que la suma por la cual se remunera la prestación de un servicio público prestado por una empresa privada o la utilización de una obra pública concesionada tuviere naturaleza tributaria. Sin embargo, no deja de ser cierto que la erogación, si bien destinada a pagar al concesionario, es un fondo público que conforma el Tesoro de la Nación. En efecto, el precitado aserto surge de lo dispuesto por el Artículo 1º de la Ley Nº 13.064, en cuanto establece que son obras públicas nacionales “toda construcción, o trabajo o servicio de industria que se ejecute con fondos del Tesoro de la Nación, a excepción de los efectuados con subsidios, que se regirán por ley especial, y las construcciones militares, que se regirán por la Ley Nº 12.737 y su reglamentación y supletoriamente por las disposiciones de la presente”. A su vez, el Artículo 1º de la Ley Nº 17.520 prevé que el Poder Ejecutivo podrá otorgar concesiones de obra pública por un término fijo a sociedades privadas o mixtas o a entes públicos para la construcción, conservación o explotación de obras públicas mediante el cobro de tarifas o peaje, conforme a los procedimientos que fija esta ley.
En ese contexto, se advierte sin hesitación alguna que las contribuciones realizadas por los usuarios de las obras concesionadas en concepto de tarifas o peajes son fondos del Tesoro de la Nación, pues, de lo contrario, resultaría sustraída su realización del régimen jurídico de la Obra Pública. De allí que se agrega otro dato para desechar esa falsa ecuación según la cual toda contribución destinada a conformar el Tesoro de la Nación resulta comprendida dentro del régimen que disciplina el “Estatuto del Contribuyente” .
Entonces, también las tarifas o peajes que remuneran la obra pública realizada por el concesionario son contribuciones que, en principio, deben ser establecidas por el Congreso de la Nación. Empero, como no revisten naturaleza tributaria, admiten una participación activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la obligación de pago, en tanto el Congreso, con carácter previo, determine las bases de la delegación.
&. Respecto de las contribuciones, ¿ellas deben necesariamente ser establecidas por ley?
Sí, deben ser establecidas por ley, conforme los Artículos 4º, 9º, 17, 52 y 75, incisos 1º, 2º y 18 de la Constitución Nacional. Todas las contribuciones que proveen de recursos al Tesoro Nacional deben ser provistas por una ley. Nadie puede discutir la veracidad de la precitada afirmación porque no es una postulación doctrinaria, sino que constituye una regla de derecho positivo insita sin ninguna hesitación en los mencionados artículos de la Constitución Nacional y que se exhibe fruto de un proceso histórico no sólo argentino, sino también contemporáneo a la consagración del Estado de Derecho. De allí que esa regla constitucional es aplicable a cualquier clase de contribución, sea que resulte tributaria, aduanera o administrativa.
&. ¿Cuál es la diferencia en régimen jurídico entre una contribución tributaria y una contribución que no lo es?
Otra regla constitucional, que también reconoce un origen histórico, pero que, en la especie, resulta peculiar a nuestro sistema institucional, es la referida a la potestad reglamentaria que le asiste al Presidente de la Nación, en virtud de lo dispuesto por el Artículo 99, incisos 1º y 2º, como Jefe Supremo de la Nación y como responsable político de la Administración. Es distintiva porque atribuye a la Administración pública una potestad normativa de índole secundaria a las leyes que le permiten integrar el mandato legislativo, en la medida que no lo desnaturalice en su espíritu.
Esta prerrogativa normativa que le asiste al Poder Ejecutivo no se presenta como una competencia que le pertenece por voluntad del Congreso de la Nación. Siempre es una facultad que se ejerció de iure propio. Muestra elocuente de ello es que nuestra Constitución, antes de la reforma de 1994, nunca aceptó la delegación de competencias atribuidas al Poder Legislativo.
En ese estado de cosas, procede destacar que no existe regla constitucional alguna que prohíba la reglamentación de una ley que imponga una contribución.
Con esa comprensión se llega, así, a la vexata quaestio, esto es, identificar cuáles son las características propias de las contribuciones tributarias y cuáles son sus influencias con relación al ejercicio de la competencia reglamentaria que le asiste al Poder Ejecutivo.
Bajo tales premisas, deberían contraponerse los ámbitos donde impera el principio de reserva de ley con relación a otros en donde gobierna el principio de legalidad administrativa. El “principio de reserva de ley” constituye una excepción al principio general que gobierna la actuación administrativa , con arreglo al cual resulta autorizada a incidir sobre el statu quo del administrado, en tanto exista una cobertura legal suficiente.
En efecto, de ordinario, la actividad administrativa resulta gobernada por el principio de legalidad administrativa y el sistema de fuentes de derecho administrativo. Dicha regla encuentra su excepción cuando la incidencia en el statu quo del administrado refiere a una norma tributaria. En ese supuesto, la actividad administrativa no resulta regida por el derecho administrativo, sino por el derecho tributario, que reconoce como regla sustancial aquella que sostiene la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley.
En tales circunstancias, no puede omitirse aquí que, mientras el derecho administrativo se construye al amparo del principio de legalidad, el derecho tributario resulta cobijado por el principio de reserva de ley. En el primero, el Poder Ejecutivo debería actuar subordinado a la ley y sólo podría producir modificaciones sobre la esfera de derechos y obligaciones de los administrados en la medida que cuente con una habilitación legal expresa o razonablemente implícita. En cambio, en el proceso de creación de la obligación tributaria, la actividad administrativa resultaría inerte para producir modificación de ninguna clase sobre la esfera patrimonial de los administrados.
A la luz de lo expuesto, puede apreciarse que, en el ámbito tributario, la actividad administrativa resulta ceñida a aplicar el mandato legislativo. Es por ello que el Poder Ejecutivo siquiera puede incidir autoritativamente sobre la esfera jurídica de los administrados en los casos que la Constitución Nacional permite al Poder Ejecutivo actuar como legislador en el marco de lo que llamamos el ejercicio de la Función Presidencial. Esto es, las materias de competencia primaria de la Legislatura que son susceptible de ser ejercidas por el Poder Ejecutivo bajo condiciones excepcionales.
En consecuencia, establecer cuándo una contribución tiene naturaleza tributaria no es importante para verificar la imperiosa necesidad de su creación por ley, habida cuenta de que, tal como resultó precisado con anterioridad, ésta se presenta como una regla común a cualquier clase de contribuciones destinada a financiar el Tesoro Nacional. La importancia de la cuestión resulta de su implicancia con relación al ejercicio de la potestad reglamentaria que le asiste de ordinario al Presidente de la Nación.
En efecto, sólo la contribución tributaria resulta sometida, en nuestra Carta Fundamental, a un régimen que exhibe entre sus máximas aquella que instituye que la prestación tributaria sólo puede ser reglada en sus elementos esenciales por el legislador.
En el caso de otras contribuciones, podrá advertirse que resulta admisible una colaboración activa del Poder Ejecutivo, en tanto el legislador haya establecido con claridad la política legislativa y no se desnaturalice con su reglamentación.
Aclarado ese punto, procede señalar que la dificultad para distinguir adecuadamente la noción de “tributo” reside en que no resulta susceptible de ser verificada en la realidad, y en que tampoco existe una definición normativa, tal como acontece en la legislación española, que permita establecer los supuestos comprendidos en dicho concepto. Así las cosas, la respuesta al substancial interrogante formulado debe surgir de un análisis minucioso del texto constitucional a través de los mecanismos que respondan a las máximas que gobiernan en materia de interpretación constitucional:
1) interpretación sistemática,
2) interpretación auténtica, e
3) interpretación dinámica.
Bajo tales premisas, el resultado del proceso interpretativo debe ser conducente para que a la prestación caracterizada como tributo le resulten aplicables, sin matización alguna, las reglas de derecho constitucional tributario establecidas en nuestra Carta Fundamental y que conforman aquello que en doctrina se dio a llamar “Estatuto del Contribuyente”.
El mencionado régimen jurídico previsto por la Constitución Nacional demanda, en sustancia, el cumplimiento de los siguientes principios: a) reserva de ley, b) capacidad contributiva, c) igualdad, c) generalidad, d) no confiscatoriedad, e) proporcionalidad y f) libre circulación territorial.
&. ¿Qué es un tributo?
Sentado lo anterior, teniendo en cuenta que el propósito inicial de brindar una definición de “tributo” es establecer qué obligaciones públicas pueden ser creadas exclusivamente por ley, procede señalar que el cometido no se presenta sencillo, habida cuenta que el legislador constituyente no ha brindado una pauta precisa sobre su significado. Además, la dificultad recrudece a poco que se advierte que tampoco existe una ley –como en el caso de la legislación española– que establezca una definición.
En ese orden de ideas, no cabe soslayar que el concepto no puede ser entendido fuera del derecho positivo vigente, habida cuenta de que el tributo es una realidad gracias al derecho, no susceptible de ser verificada en el plano de la realidad de las cosas, y, por tanto, en cualquier orden jurídico su dimensión responde a una convención.
En esa inteligencia, abundando en las anteriores ideas, puede decirse que si bien la materia es reconocida expresamente por la Constitución Nacional, ante la falta de una teoría positiva propia, el tributo representa una creación dogmática que emana de la exigencia de racionalizar un sector particular del conocimiento jurídico: aquel de los ingresos de los entes públicos cuya fuente no es reconducible a situaciones de naturaleza privatística[1].
En ese horizonte, el desafío planteado exige acordar un concepto representativo de fenómenos homogéneos y, además, útil para los objetivos constitucionales, esto es, preservar las garantías individuales en armonía con el desarrollo del grupo social. Entonces, se impone analizar cuáles son los recursos del Estado susceptibles de ser reconducidos bajo un régimen jurídico uniforme por el hecho de que sus relaciones jurídicas presentan un cierto grado de uniformidad.
El mencionado régimen jurídico previsto por la Constitución Nacional demanda el cumplimiento de los siguientes principios: a) reserva de ley, b) capacidad contributiva, c) igualdad, c) generalidad, d) no confiscatoriedad, e) proporcionalidad y f) libre circulación territorial. Todo ese conjunto de reglas dio origen a lo que Luqui denominó el “Estatuto del Contribuyente”[2].
En ese estado de cosas, el concepto debe agrupar a todos los recursos públicos que deben cumplir con las mencionadas exigencias, para ser creado con arreglo a derecho.
&. ¿Son tributarias todas las prestaciones patrimoniales coactivas? La coacción como nota aglutinante.
De consuno se dice que la contribución tributaria es aquella que se obtiene con prescindencia de la voluntad del administrado[3]. En apoyo de esa prédica, se recurre a una interpretación histórica de los antecedentes que llevaron al legislador constituyente a consagrar la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley en materia tributaria.
Sin embargo, lo cierto es que esa visión desatiende las máximas hermenéuticas que deben guiar a quien lleva a cabo una tarea de interpretación de la Constitución Nacional.
En primer lugar, el criterio soslaya innumerables supuestos que no pueden ser creados al margen del mencionado Estatuto, más allá de que no resulten susceptibles de ser requeridos de oficio por el órgano administrativo con competencia para recaudar la contribución. Es, justamente, en principio, el caso de las erogaciones vinculadas a la prestación de servicios que son inherentes a la actividad estatal.
En efecto, ya nadie pone en tela de juicio la naturaleza tributaria de los pagos realizados por la prestación de un servicio que no puede ser rehusado por un particular –v. gr. la tasa de alumbrado, barrido y limpieza–. Pero, en principio, tampoco debería renegarse de la naturaleza tributaria de una erogación realizada por un servicio que si bien se presta a instancias del administrado, únicamente puede ser organizado por el Estado, por ejemplo, la tasa de inscripción en la Inspección General de Justicia.
Debe señalarse que el mencionado criterio que desatiende la coercitividad como nota determinante de la tributación resultó plasmado en el Modelo de Código Tributario para la América Latina –MCTAL–[4], que afirma la naturaleza tributaria de las obligaciones que tienen como hecho generador la prestación efectiva o potencial de un servicio público individualizado en el contribuyente. Y corresponde agregar que esa interpretación condice con una interpretación finalista de la Constitución Nacional: porque esas actividades, en tanto imprescindibles para los administrados, llevan implícitas el principio rector de la presunción de su gratuidad, que sólo puede ser modificado mediante una ley que precise quiénes y cuándo deben sufragar dichas actividades mediante un tributo.
En sintonía con las ideas que venimos desarrollando, que se resisten a concebir a la coacción como característica de las prestaciones que deben ser sometidas al régimen de derecho constitucional tributario, debe señalarse que, desde larga data, han sido consideradas como contribuciones de naturaleza administrativa todas aquellas que, no obstante su coercitividad, han sido dispuestas al amparo de un régimen de sujeción especial. En efecto, en el caso del régimen jurídico que disciplina las contribuciones patrimoniales que deben afrontar los usuarios en concepto de la prestación de un Servicio Público, ya sea que la prestación esté en cabeza del Estado o un particular, una vez declarada la publicatio de la actividad y sentados los lineamientos generales por el Congreso de la Nación, es resorte primario del Poder Ejecutivo su organización. Y, así las cosas, al encontrarnos en el ámbito de la Administración pública, va de suyo que aquellas actividades que son comprendidas dentro del régimen resultan regladas eminentemente por disposiciones reglamentarias[5].
De igual manera, en el caso de las Rentas Parafiscales, esto es, las erogaciones a cargo de los integrantes de un sector económico, social o profesional para beneficio del mismo sector, de ordinario no guardan naturaleza tributaria, porque el deber de asociación y de financiación a la institución que emerge por voluntad del Estado resulta eminentemente regido por normas administrativas vinculadas al ejercicio de la policía administrativa.
Es el caso, por ejemplo, del aporte que deben hacer los abogados para el sostenimiento del Colegio de Abogados, organizado por la Ley Nº 23.187. Al respecto, la jurisprudencia de la Corte tiene expresado: “El Colegio Público de Abogados organizado por la Ley Nº 23.187 no es una asociación, pues la mencionada ley no contiene preceptos según los cuales la inscripción en la matrícula importe ingresar en un vínculo asociativo con los demás matriculados en la aludida entidad. Por el contrario, su naturaleza jurídica y su objeto esencial están definidos por el Artículo 17 de la ley, que le asigna el carácter de persona jurídica de derecho público, de manera que la posición del abogado frente al Colegio es la de sujeción ope legis a la autoridad pública que éste ejerce y a las obligaciones que directamente la ley le impone a aquel, sin vínculo societario alguno” –voto del Dr. Augusto César Belluscio–[6].
Esa solución jurídica determina que corresponda denominar a estas cargas económicas patrimoniales, que si bien constituyen contribuciones de las previstas por el Artículo 4º de la Constitución Nacional, con otro concepto distinto al de contribución tributaria, toda vez que su régimen jurídico no es de derecho tributario, sino que resulta regido por el derecho administrativo y su sistema de fuentes. Y, por ello, no se le aplica el bagaje de normas y principios que conforman el Estatuto del Contribuyente[7].
A la luz de las ideas expresadas, se alcanza a comprender sin hesitación alguna que no es suficiente caracterizar a una contribución como coactiva para encuadrarla dentro del régimen de derecho constitucional tributario.
En consecuencia, se vislumbra que, dejando de lado el instituto de la expropiación, en el cual se aprecia la existencia de un sacrificio especial que da origen al pago de una indemnización, las transferencias coactivas pueden tener contenido variado, y no todas ellas entran en la categoría tributaria.
En efecto, si la condición tributaria deviniera del carácter compulsivo de la carga económica, no parece sencillo afirmar sin hesitación alguna que los pagos no requeridos ex officio resulten siempre voluntarios y, por tanto, susceptibles de ser creados al margen de la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley.
En tales circunstancias, resta, así, analizar la consideración jurídica de los pagos realizados por servicios que, sin opción de ser obtenidos por vías alternativas, son solicitados por los administrados[8], porque la similitud que presentan algunos de estos casos con los supuestos de que la erogación es compulsiva convoca a reflexionar si existe alguna excepción a la inveterada regla que desecha la naturaleza tributaria de los ingresos obtenidos en razón de un pago realizado por el requerimiento de la prestación de un servicio solicitado por el particular.
En ese sentido, un sector de la doctrina pregona que las contribuciones que financian actividades inherentes del Estado son tributarias con independencia de su posibilidad de procurar su cobro de oficio por parte de la entidad prestataria del servicio. Este criterio resultó plasmado en el Modelo de Código Tributario para la América Latina –MCTAL–, que afirma la naturaleza tributaria de las obligaciones que tienen como hecho generador la prestación efectiva o potencial de un servicio público individualizado en el contribuyente.
Desde esa perspectiva, resultarían servicios públicos todos aquellos que son inherentes a la actividad estatal, es decir, aquellos que no podrían ser prestados por los particulares. Así, por ejemplo, desde esa tónica, tienen naturaleza tributaria los pagos realizados por un servicio jurídico, administrativo o jurisdiccional, de uso obligatorio, divisible y determinado en la persona o bienes del usuario y prestado por el Estado.
El fundamento esgrimido es que tales actividades son imprescindibles y no son susceptibles de ser dejadas de prestar por el Estado y, por tanto, llevan implícitas el principio rector de la presunción de su gratuidad, el que sólo puede ser modificado mediante una ley que precise quiénes y cuándo deben sufragar dichas actividades mediante un tributo.
En cambio, desde esa perspectiva, los servicios de naturaleza económica, es decir, aquellos que podrían ser prestados a priori por los particulares, no reúnen esas características y sólo son prestados por el Estado por razones de oportunidad y conveniencia .
De ese modo, podría exigirse el pago, al margen de las reglas tributarias, a título ejemplificativo, por los servicios de salud o educación, como también por las actividades industriales o comerciales que fueron sustraídas del comercio al declararse su sometimiento al Régimen de Servicio Público.
Otro sector de la doctrina, en cambio, prefiere aglutinar dentro del concepto de tributo todas las contribuciones que financian servicios legales. Desde esa perspectiva, se considera que, en la actualidad, no puede fundarse la distinción en los fines tenidos en mira por el Estado al organizar los servicios, por la dificultad que ofrece el carácter contingente de ellos. En tales circunstancias, se propone establecer como criterio de diferenciación si la relación jurídica que vincula a la entidad pública y el administrado tiene origen en una relación legal o si hay de por medio una relación contractual.
Así las cosas, recapitulando las ideas esbozadas, los ingresos tributarios no resultarían circunscriptos a los obtenidos con independencia de la voluntad del administrado, sino que resultarían comprendidos también los pagos realizados por servicios inherentes a la función estatal o que tengan su origen en un mandato legal.
Bajo tales premisas, se alcanza a vislumbrar que la coercitividad ha dejado de ser la nota aglutinante de las contribuciones tributarias. Por lo tanto, en congruencia con lo expuesto hasta aquí, ya no es menester que una contribución resulte coactiva para determinar su naturaleza tributaria. Precisamente, al referirse al caso de servicios que son inherentes al Estado o que tienen regulación legal, por distintos caminos, la doctrina acuerda que podrían existir ingresos tributarios que no resulten compulsivos. Por ejemplo, deberían considerarse tributarios los pagos realizados por los administrados cuando pretenden inscribir un acto jurídico ante una oficina de registro, porque, en el precitado caso, si bien la autoridad administrativa no resultaría habilitada a perseguir de oficio el cobro de la suma dispuesta en concepto de remuneración del servicio prestado por la oficina de registro, la contribución, en tanto financia un servicio inherente a la soberanía estatal , revistaría naturaleza tributaria[9].
En ese estado de cosas, el cometido propuesto, dirigido a determinar la naturaleza tributaria de la prestación, no se encuentra referido a su condición coactiva, sino que, antes bien, remite a ponderar la naturaleza del servicio sufragado. Deberá satisfacerse –de acuerdo a las doctrinas en boga– el principio de reserva de ley en todos los casos en que la contribución resulte vinculada a la prestación de una actividad inherente a la soberanía del Estado o cuando el vínculo que da lugar a la obligación de pago no resulte contractual.
En efecto, como ya quedó dicho, un sector importante de la doctrina postula que la contribución reviste naturaleza tributaria en tanto resulta destinada a sostener la prestación de una actividad inherente a la soberanía del Estado[10]. Por tanto, no pasó por alto que, bajo esa peculiar perspectiva, a contrario sensu, un servicio que no reúna esa condición podría ser financiado sin que resulte menester satisfacer el principio de reserva de ley, entre otros principios tributarios.
En lo vinculado a este tema, si bien se observa la posibilidad de distinguir actividades que son inherentes al Estado y otras que no lo son[11], no se alcanza a comprender por qué son más o menos compulsivas algunas prestaciones que lleva a cabo el Estado y que no pertenecen estrictamente a su soberanía. En efecto, más allá de la posibilidad de deslindar las actividades que son inherentes al Estado respecto de aquellas que son resorte primario de los particulares, lo cierto es que no se explica adecuadamente la razón por la cual se afirma que la actividad inherente al Estado puede ser financiada por una tasa para cuya aplicación se requiere el rigorismo propio de cualquier tributo, o por un precio cuando se trata de un servicio que a priori resultaría susceptible de ser organizado por un particular. Más aún, en la medida en que el parámetro que justifica tal discriminación es el grado de libertad que tiene el administrado para decidir la utilización o no del servicio, corresponde señalar lo difícil que resulta sostener tal aserto frente a la necesidad de contar con servicios elementales, como la electricidad, el gas, el agua y otros que no son monopolizados por el Estado, como la educación y la salud pública.
En consecuencia, la hipótesis que se presenta, que equipara la naturaleza de las remuneraciones enderezadas a pagar servicios obligatorios y aquellos optativos pero propios del Estado, no da cuenta de por qué razón, en las precitadas circunstancias, existe un grado menor de libertad frente a otros supuestos que involucran la prestación de servicios que, si bien pueden no resultar inherentes al Estado, son de vital importancia para el desarrollo humano.
Así las cosas, por ejemplo, no se expresa con claridad cuál es el motivo por el que existe menor libertad para la sociedad comercial que debe inscribir un determinado acto jurídico en un registro frente a un sujeto indigente que debe disponer del pago de una suma de dinero para gozar de los servicios públicos elementales que pueden no ser inherentes al Estado. Porque, parafraseando al Juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Santiago Petracchi, “no cabe olvidar que las prestaciones que el Estado, por sí o a través de sus concesionarios, pone a disposición de los usuarios de los servicios públicos constituyen formas de asistencia sin las cuales la vida diaria del hombre común en la sociedad actual es apenas concebible. Entre ellas, el transporte público constituye una de las más apremiantes para los menos pudientes que no disponen de medios de transporte propios, para quienes el subsidio no representa un privilegio o exención, sino un medio de hacer efectivo el privilegio de la igualdad proporcional en las cargas públicas. En cualquier caso, la decisión de privarlos de parte de los fondos con los que toda la comunidad, en su directo beneficio, contribuye al sostenimiento de ese servicio no puede ser tomada a la ligera y mediante eufemismos”
En tales condiciones, sólo desde una lectura ligera de la realidad podría afirmarse sin hesitaciones que la incidencia negativa sobre la esfera patrimonial y de libertades del administrado tiene mayor gravitación, por ejemplo, frente a la inscripción de un acto en un Registro Público, como lo sugiere un sector de la doctrina, que frente al ciudadano común que hace ingentes esfuerzos para llegar a fin de mes y se enfrenta a la necesidad de sufragar una suma de dinero para gozar de bienes elementales, como lo son el transporte, la energía eléctrica, el gas, etc.
Es claro que, cuanto menos, resultaría harto difícil digerir que la espada de Damocles representada por la coercitividad de la obligación tenga mayor entidad con relación al sujeto que quiere inscribir un acto jurídico respecto de aquel que, en condiciones de indigencia, pretende asistir a la escuela primaria o ser atendido ante una enfermedad terminal en un nosocomio perteneciente al Estado.
En otros términos, al abrigo de las ideas criticadas, mientras no resultaría constitucional que se disponga la creación de un arancel para la inscripción de un acto jurídico en la Inspección General de Justicia, resultaría factible, en cambio, que, por disposición administrativa, se disponga el carácter oneroso de la prestación de servicios vitales, como la atención de una parturienta o la atención de un paciente que padece una enfermedad incurable.
Entonces, debe concluirse que si en un caso la autoridad administrativa resulta impedida de disponer la creación de una obligación patrimonial y, en el otro, puede hacerlo, no lo es por el grado de compromiso que tiene para el administrado, según las circunstancias, la imposición de una suma de dinero.
En orden a tales antecedentes, estimo que tampoco resulta razonable la postura que sostiene que los pagos realizados al amparo de una relación no convencional tengan dimensión tributaria. Corresponde recordar que, según esa perspectiva, ante una contribución vinculada a la prestación de un servicio, si el pago financia una relación contractual es un precio y, en cambio, si resulta vinculada a una relación de origen legal es tributaria.
Así las cosas, el mencionado planteo llevaría a considerar que los pagos realizados en el marco de la prestación de un servicio público resultarían sustraídos del régimen de derecho administrativo. En efecto, en el caso específico de los servicios públicos, la naturaleza del vínculo forjado derredor de la prestación es regida por normas de derecho público, donde la situación del usuario del servicio no muta por el hecho de que el servicio resulte prestado directamente por el Estado o resulte delegado en cabeza de una entidad privada. Es por ello que se trata también de obligaciones ex lege.
En el caso de los mencionados servicios, las relaciones jurídicas forjadas derredor exceden el esquema que presentan los negocios jurídicos contractuales, aun cuando, de ordinario, la prestación del servicio emerge de un acto de voluntad del administrado que lo solicita. En el supuesto bajo tratamiento, cabe recordar que la situación jurídica del administrado no resulta definida por un contrato, sino que resulta configurada en esencia por las disposiciones reglamentarias que organizan las modalidades de prestación del servicio. Tanto es así que el aserto queda en evidencia a poco de que se repare en que los derechos y obligaciones del usuario preexisten al acto jurídico por el cual el administrado solicita la prestación del servicio. Inclusive algunos usuarios pueden obtenerlo en forma gratuita y sus derechos frente a la entidad prestataria no pueden ser diferentes de los que asisten al sujeto que lo abona, habida cuenta que una característica del régimen jurídico de los servicios públicos, junto a la generalidad, uniformidad y regularidad, es, precisamente, la igualdad en el trato entre todos los usuarios.
En la mencionada inteligencia ha de tenerse presente, también, la relación jurídica que mantiene un estudiante o una persona que ingresa a un nosocomio puede ser voluntaria u obligatoria según las circunstancias, pero en ningún momento puede decirse que emerge de un contrato, sino que tiene lugar dentro del marco de una relación de sujeción especial.
En ese horizonte, consideramos que la respuesta a la vexata quaestio –relativa a establecer cuándo es posible que la autoridad administrativa disponga la necesidad de sufragar por su prestación– no guarda vinculación con si el pago resulta obligatorio o facultativo, ni si es requerido en razón de un servicio inherente a la soberanía estatal o si la naturaleza del vínculo es legal o convencional.
En las citadas condiciones, nos vemos forzados en la pesquisa de nuevos elementos con entidad para cumplir el cometido propuesto al inicio: la averiguación de un concepto que sirva para reconducir bajo un régimen común a los recursos estatales que guarden condiciones homogéneas entre sí y que resulte útil para tutelar las prerrogativas públicas, necesarias para la consecución del bien común, y las garantías individuales.
&Si la coacción no es la nota aglutinante de las prestaciones tributarias, ¿cómo se verifica si una contribución es tributaria?
Ante todo, es oportuno recordar que al comienzo de nuestro trabajo, hicimos referencia al Artículo 4º de la Constitución Nacional. En el citado precepto se menciona que el Gobierno Federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro Nacional, entre otros ingresos, con las contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General. En este orden de ideas, se anticipó que no todas las contribuciones con las que dispone el sector público para sufragar los gastos públicos tienen dimensión tributaria. Es menester distinguir los mecanismos financieros públicos que resultan previstos en el articulado de la Carta Magna.
&. Las contribuciones no tributarias. El caso de las relaciones de especial sujeción.
El Artículo 75, inciso 18, de la Constitución Nacional, establece que es competencia del Congreso de la Nación hacer todas las leyes que atiendan a proveer “[…] lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria, y promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo”.
En ese orden de ideas, a la luz de estas “concesiones temporales de privilegios” y “recompensas de estímulo” es que se conforma un Régimen de Sujeción Especial entre el usuario del servicio reglado bajo esas pautas y el prestador de aquel, que puede ser tanto el Estado como un particular que actúa con un título especial habilitante a tal fin.
Las contribuciones que pueden disponerse al amparo de ese régimen pueden ser facultativas o compulsivas[12], pero ello no tendrá entidad para mutar su naturaleza jurídica. En todos los supuestos comprendidos al amparo de ese régimen legal, la contribución no se rige por el bagaje jurídico forjado en torno de los principios constitucionales tributarios, sino por el sistema de derecho administrativo. Y no caben dudas que las sumas abonadas por los usuarios no dejan de ser fondos públicos porque, en definitiva, financian la ejecución de una obra o servicio público[13].
En función de lo expuesto, si bien es cierto que el Congreso debe determinar las bases de la política legislativa, también lo es que se admite una participación un tanto más activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la contribución dispuesta a la luz de ese régimen legal[14].
Con esta comprensión, y en virtud del resultado que se obtiene según lo expuesto anteriormente, cabe concluir que la aplicación de la normativa tributaria resulta supeditada a si la erogación tiene su origen en el marco de una relación de sujeción general o en el ámbito de una relación de sujeción especial.
Debe señalarse que, como regla general, las relaciones jurídicas entre el Estado y el administrado pueden dar lugar a dos clases de intervenciones, según si el sujeto actúa dentro o fuera de una organización específica. Si el individuo permanece ajeno a cualquier caso de intervención especial, justificada por un cometido específico, se halla comprendido dentro de una relación de sujeción general. Ahora bien, en la medida que se inserta, voluntaria o compulsivamente, dentro de una organización particular, resulta sometido a las reglas específicas propias de una relación de sujeción especial.
El individuo que resulta sujeto a una relación de sujeción general, como regla general, sólo puede ser incidido por una norma con rango de ley. Es el caso de las incidencias patrimoniales dispuestas al amparo de una relación de sujeción general, donde se refuerza la prohibición de una participación activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la obligación.
Empero, en aquellos supuestos donde el individuo forma parte de una organización específica y, por tanto, resulta sujeto a una relación de sujeción especial, no sólo puede verse incidido por una ley, sino también por el abanico de fuentes jurídicas cuya emisión resulta válida dentro de ese precitado marco.
En ese sentido, que la eventual incidencia resulte de contenido patrimonial no tiene entidad para exigir que ella sea dispuesta por una norma de especial jerarquía. En todo caso, corresponderá discernir acerca de la necesidad de una organización específica; pero creada ésta, no se la puede dejar inerte sin posibilidad de desarrollar los cometidos asignados.
Bajo tales circunstancias, el problema que se presenta consiste en dilucidar si el requerimiento tiene lugar en el marco de una relación de sujeción general o especial, según corresponda.
El interrogante se resuelve al considerar en qué casos es menester que un particular sea incidido por una ley y en qué otros supuestos de excepción podría estar alcanzado eminentemente por un reglamento administrativo.
Como regla general, la autoridad administrativa se ve impedida de incidir autoritativamente sobre la esfera de derechos y obligaciones del administrado, habida cuenta el inveterado principio constitucional según el cual la reglamentación de un derecho, como regla general, no puede tener sustrato en una disposición administrativa. Y siguiendo con esa referencia conceptual, trayendo a colación uno de los casos emblemáticos, como lo es la regulación del complejo sistema que plantea la organización de un servicio público, procede destacar que, luego de sancionada la ley que declara la sustracción de la actividad del sector privado –publicatio–, resulta competencia primaria de la Administración pública su organización en todos sus aspectos, inclusive los atinentes al modo de sufragar sus costos. Es por ello que todo lo atinente a él es susceptible de ser fijado por normas administrativas.
En efecto, la regulación de las prestaciones pecuniarias referidas a la prestación de un servicio público es resorte primario de la autoridad administrativa. Ello es así más allá de que, en el precitado marco, puedan coexistir, de un lado, prestaciones coactivas, en tanto son susceptibles de ser requeridas de oficio por la entidad pública, como, por ejemplo, la que impone el pago por la conexión a la red cloacal; y, del otro, prestaciones que, a priori, son facultativas porque dependen de la demanda del usuario. En este último caso, la obligación no es contractual, sino que la situación jurídica del usuario se haya eminentemente conformada por reglamentos administrativos, toda vez que el usuario se haya inserido dentro de la organización administrativa que plantea la prestación del servicio público. Y corresponde agregar que, si bien la obligación legal de pago es una obligación pecuniaria ex lege, su Régimen jurídico resulta sustraído de las disposiciones tributarias.
Así, en el caso del régimen jurídico que disciplina las contribuciones patrimoniales que deben afrontar los usuarios en concepto de la prestación de un servicio público, ya sea que la prestación esté en cabeza del Estado o un particular, una vez declarada la publicatio de la actividad y sentados los lineamientos generales por el Congreso de la Nación, es resorte primario del Poder Ejecutivo su organización. Y, así las cosas, al encontrarnos en el ámbito de la Administración pública, va de suyo que aquellas actividades que resultan comprendidas dentro del régimen resulten regladas eminentemente por disposiciones reglamentarias[15].
En líneas generales, el titular de una organización específica tiene competencia para hacer todo aquello que guarde relación con el fin institucional asignado. Así, entre otras atribuciones, podrá imponer determinadas exigencias a los administrados que resulten vinculados de manera especial con aquella. Dentro de aquellas exigencias reglamentarias puede encontrase, según los casos, la obligación de pagar una suma de dinero, en carácter de “derecho”, “carga”, “cargo”, “canon”, “peaje”, “tarifa” –por derivación–, “sellado” –por derivación–, “pasaje”, “portazgo”, “arancel”, etc.
Todo ello pone de manifiesto el error en que se incurre habitualmente cuando la doctrina considera que las contribuciones patrimoniales resultarían susceptibles de ser reconducidas en dos grandes grupos. De un lado, las obligaciones ex lege, que deberían ser creadas al amparo del sistema tributario, y, del otro, las obligaciones que, al emerger de un acto voluntario, deberían ser consideradas contractuales.
Esa solución jurídica determina que corresponda denominar a esta carga económica patrimonial, que si bien es una contribución de las previstas por el Artículo 4º de la Constitución Nacional, con otro concepto distinto al de contribución tributaria, porque su régimen jurídico no es de derecho tributario, sino que resulta regido por el derecho administrativo y su sistema de fuentes. Y, por ello, no se le aplica el bagaje de normas y principios que conforman el denominado Estatuto del Contribuyente.
Asimismo, corresponde insistir que estas contribuciones establecidas al amparo de un Régimen de Sujeción Especial no son recursos contractuales, son obligaciones ex lege, pero no siendo susceptibles de ser reconducidas bajo un régimen jurídico unívoco con relación a los ingresos tributarios, resultan sustraídos de él[16]. En efecto, si la esencia misma de esta clase de contribuciones consiste en una obligación ex lege regida por el derecho público, deberá guardar coherencia con el conjunto de normas y principios constitucionales que rigen las obligaciones ius publicas. En particular, deberá cumplir con el principio de razonabilidad y competencia. Y resultará aplicable aquí el universo jurídico forjado en torno de los límites de la competencia reglamentaria administrativa.
La carga debe ser razonable, tanto en lo que respecta a la ocasión que la justifica como en su monto, que debe ser por naturaleza reducido, sin que resulte imprescindible que, en la totalidad de lo pagado por los administrados, se sostenga totalmente el presupuesto de gastos de la unidad administrativa o la totalidad de sus costos de funcionamiento. Precisamente puede haber, y normalmente la hay –no necesariamente en el caso de las concesiones viales–, una concurrencia entre las contribuciones tributarias con estas cargas específicas, aunque habitualmente con mayor incidencia de las primeras. En sentido inverso, tampoco guarda relevancia alguna si la cuantía de la obligación supera el precio del costo del servicio, habida cuenta que la obligación resulta regida por el derecho público, aunque sustraída del Régimen Tributario, y, por tanto, puede ser ajustada no sólo en base a criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia distributiva .
En ese sentido, desechada la naturaleza contractual del vínculo, ello tampoco lleva a considerar que lo abonado en concepto de un servicio público revista naturaleza tributaria, habida cuenta que estamos en presencia de un recurso público administrativo con fuente en los Artículos 75, inc. 18 in fine, 99, incisos 1º y 2º, 100, incisos 1º y 2º y 103, de la Constitución Nacional, según el régimen eventualmente establecido por el Congreso Federal[17].
En consecuencia, se trata de una institución típicamente administrativa, regida –en el ámbito de la función administrativa– por el derecho administrativo, sin perjuicio de que pueda preverse la aplicación supletoria de determinadas disposiciones del derecho tributario y/o del derecho civil y de las pertinentes reglas de la aplicación analógica de otras disposiciones del ordenamiento normativo, especialmente, de aquellas dos ramas del mismo. Porque el fundamento de la erogación subyace en un régimen jurídico especial, distinto del vínculo de sujeción general existente entre el Estado y los administrados, habida cuenta que la situación jurídica del usuario con el Estado y/o con el concesionario al cual pudo otorgarse la explotación de un servicio público resulta reglada eminentemente por un reglamento administrativo autónomo[18]. Es por ello que los derechos y obligaciones de los responsables obligados al pago no emerge del poder de imposición que asiste al Congreso de la Nación con arreglo a los Artículos 17, 75 inciso 2º, de la Constitución Nacional, sino de la facultad inherente al Poder Ejecutivo de organizar un servicio público, institución típicamente administrativa, como responsable y jefe político de la Administración.
De igual manera, en el caso de las Rentas Parafiscales, esto es, las erogaciones a cargo de los integrantes de un sector económico, social o profesional para beneficio del mismo sector, de ordinario, no guardan naturaleza tributaria porque el deber de asociación y de financiación a la institución que emerge por voluntad del Estado resulta eminentemente regido por normas administrativas vinculadas al ejercicio de la policía administrativa.
De otro lado, con esa misma comprensión, también puede explicarse por qué algunas eventuales contribuciones, si bien no son compulsivas, no pueden ser creadas al margen del Estatuto del Contribuyente, en tanto resultan comprendidas dentro del marco de una relación de sujeción general. Por ejemplo, en el caso de la salud y la educación pública, si bien son actividades que no son inherentes a la soberanía del Estado, no podría exigírsele a los administrados erogación alguna al margen de las reglas tributarias. Por cierto, la doctrina tributaria que ciñe la condición tributaria de que se verifique la prestación de un servicio inherente a la soberanía estatal no podrá encontrar una respuesta al interrogante formulado.
Es por ello que volvemos a insistir en que, dejando de lado el instituto de la expropiación, en el cual se aprecia la existencia de un sacrificio especial que da origen al pago de una indemnización, las transferencias coactivas pueden tener contenido variado, y no todas ellas entran en la categoría tributaria.
En esa inteligencia superadora, las obligaciones patrimoniales regidas por el derecho público sólo tienen dimensión tributaria si tienen que ser soportadas por un administrado cuya situación jurídica no puede ser reglada por disposiciones que pueden tener sustrato administrativo. En nuestro medio, procede subrayarlo, sólo en casos esporádicos la autoridad administrativa puede disponer la creación de obligaciones. La Corte Suprema ha expresado que “toda nuestra organización política y civil reposa en la ley. Los derechos y obligaciones de los habitantes así como las penas de cualquier clase que sean sólo existen en virtud de sanciones legislativas y el Poder Ejecutivo no puede crearlas ni el Poder Judicial aplicarlas si falta la ley que las establezca”[19]. Y cabe agregar que, en esa misma sintonía, se expresó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva Nº 6/1986, interpretativa del Artículo 30 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos[20].
En ese horizonte, la necesidad de preservar el Principio de Legalidad plantea la disyuntiva en orden a determinar bajo qué circunstancias es admisible el ejercicio de una actividad normativa del Poder Ejecutivo. Lo que significa, en otras palabras, dilucidar bajo qué condiciones puede la Administración modificar la esfera de derechos y obligaciones de los administrados.
En ese orden de ideas, procede señalar que la materia tributaria no se presenta como un ámbito propicio para despejar el interrogante. La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación es tajante con relación a la posibilidad de que el Poder Ejecutivo participe activamente en la configuración de la obligación tributaria. Y cabe agregar que la prohibición se extiende a los casos en que la Constitución admite a título excepcional que el Presidente de la Nación asuma el ejercicio de atribuciones legislativas –decretos de necesidad y urgencia y decretos delegados–[21] .
En efecto, la doctrina del Cimero Tribunal es categórica en cuanto a que “los principios y preceptos constitucionales prohíben a otro Poder que el Legislativo el establecimiento de impuestos, contribuciones y tasas”[22]; y, concordemente con ello, ha afirmado que ninguna carga tributaria puede ser exigible sin la preexistencia de una disposición legal encuadrada dentro de los preceptos y recaudos constitucionales, esto es, válidamente creada por el único poder del Estado investido de tales atribuciones[23].
El Alto Tribunal también ha establecido en numerosos precedentes que el Poder Ejecutivo no puede por vía de reglamentación establecer o extender los impuestos a distintos objetos que a los expresamente previstos en las leyes. Empero, cabe señalarlo, la Corte consideró válidas las delegaciones efectuadas respecto del elemento cuantificante de la obligación tributaria. Así, por ejemplo, resolvió que la delegación efectuada por la Ley Nº 22.424 en el Poder Ejecutivo Nacional, facultándolo a establecer, modificar y adecuar el monto del peaje, resulta pertinente, pues las cambiantes circunstancias que determinan aquel impiden que su fijación quede sometida a las dilaciones propias del trámite parlamentario, y autorizan, por ello, a dejar dicha facultad en manos del Poder Ejecutivo[24].
Bajo las premisas establecidas por el Alto Tribunal, ningún acto administrativo tiene entidad para crear válidamente una carga tributaria ni definir o modificar, sin sustento legal, los elementos esenciales de un tributo[25].
Es por ello que, ab initio, no existe en el campo tributario la incertidumbre planteada por la opinión del Juez Marshall, recogida por la Corte Suprema en el caso “Delfino”, cuando sostenía que no había sido trazada de modo definitivo la línea que separa los importantes asuntos que deben ser regulados por el Congreso de aquellos de menor interés, acerca de los cuales se acepta como suficiente que resulten reglados a través de una provisión general, en cuyo marco se otorga facultad o poder a los que deben cumplidos bajo tal general provisión para encontrar los detalles pertinentes que complementen la eficacia del sistema normativo[26].
Ello, así, habida cuenta de que el Poder Legislativo es el único Poder del Estado investido de la atribución para crear la obligación tributaria, de conformidad con los Artículos 4º, 17, 52 y 75 de la Constitución Nacional[27].
En efecto, la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley en la materia tributaria[28] determina que bajo circunstancia alguna pueden avasallarse las competencias constitucionales de la Legislatura o ésta abdicar la potestad tributaria normativa que le pertenece con carácter exclusivo y excluyente.
En armonía con la anterior línea de pensamiento se ha expresado el catedrático de la Universidad de Barcelona Doctor José Juan Ferreiro Lapatza, al criticar, en términos enfáticos, los reglamentos en materia tributaria sustantiva, señalando: “Hemos dicho muchas veces que, respecto a los elementos esenciales del tributo ya regulados por la ley, el mejor reglamento es el que no existe. Pues, respecto a ello, y salvo llamada expresa de la propia norma legal, el reglamento nada puede decir, nada debe aclarar, precisar o interpretar, pues ya es sabido que toda interpretación llevada a cabo a través de una norma reglamentaria encierra una cierta voluntad innovadora. La norma reglamentaria que regula, por ejemplo, el hecho imponible de un tributo, o bien, es inútil porque se limita a repetir el texto de la ley, o bien, es nula por decir algo distinto a lo que la ley ha dicho”[29].
También Casas, reconocido especialista en derecho tributario, adscribe a una posición estricta que ciñe la potestad tributaria normativa al órgano legislativo, depositario de la voluntad general en nuestra República, y que concreta en términos prácticos el principio de autoimposición –en donde el pueblo, a través de sus representantes, se tributa a sí mismo–, superando el estadio histórico multisecular del consentimiento a los pedidos financieros reales tratados en las Cortes, los Parlamentos o los Estados Generales y descartando, por ende, la posibilidad de que los restantes poderes públicos puedan instituir prestaciones patrimoniales coactivas[30].
En prieta síntesis, corresponde distinguir las implicancias que derivan de la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley de las potestades jurígenas que le asisten al Poder Ejecutivo en nuestro sistema institucional. En primer lugar, corresponde señalar que el principio de reserva de ley no debe ser confundido con el principio de legalidad. En ese entendimiento, procede señalar que si bien, como regla general, ninguna incidencia en la esfera jurídica del administrado puede producirse sin cobertura legal, únicamente en el marco de las relaciones jurídicas tributarias es resorte exclusivo del legislador tal atribución. En efecto, el principio de reserva consiste en una regla relativa a la competencia y legitimación para intervenir en los procedimientos de producción normativa[31].
Esto más allá de que, según una opinión generalizada, si bien es cierto que sólo el Congreso Nacional impone las contribuciones expresadas en el Artículo 4°, no lo es menos que una interpretación sistemática de la Constitución permite inferir que no todas ellas tienen naturaleza tributaria. Tal como se vio, algunas contribuciones permiten ser regladas con arreglo al sistema de fuentes que rige el derecho administrativo.
En ese estado de cosas, sólo las contribuciones tributarias deben ser creadas en exclusividad por el legislador, en razón de lo dispuesto por el Artículo 17 de la Constitución Nacional y los antecedentes históricos que motivaron esa disposición.
Es por ello que la prohibición de la delegación legislativa en materia tributaria se mantiene incólume, no obstante que la reforma constitucional de 1994 no la haya prohibido expresamente cuando media una situación de emergencia pública.
De igual modo, cabe señalar que el Artículo 99, inciso 3º, de la Constitución Nacional, en cuanto se refiere a que resulta prohibido el dictado de decretos de necesidad y urgencia en materia tributaria, no agrega ni quita nada. El legislador constituyente no resultaba autorizado a reformar parte alguna de la Constitución que guardare vinculación con las garantías que integran el Estatuto del Contribuyente.
En cuanto a cuál es el rol que deben cumplir los reglamentos-decretos del Poder Ejecutivo en materia tributaria, en principio, deben ser siempre y solamente un complemento ineludible de la ley y deben reglar todo lo indispensable para asegurar la correcta aplicación y total efectividad de la ley, pero no pueden incluir más que lo estrictamente indispensable para esos fines. Es por ello que las normas reglamentarias de desarrollo de un texto legal no pueden, en ningún caso, limitar los derechos, las facultades, ni las posibilidades de actuación contenidas en la ley misma.
En esta línea de pensamiento se inscriben las decisiones de la Corte Suprema, que, ante el rechazo formulado por el organismo recaudador de cesiones de créditos fiscales del impuesto al valor agregado, que aquel fundó en la falta de reglamentación general, consideraron que, toda vez que las previsiones contenidas en la ley del gravamen otorgaban sustento suficiente a la pretensión de la actora, resultaba “carente de toda lógica la tesis del organismo recaudador, en tanto importa soslayar y convertir en letra muerta la disposición legal que establece la opción de los contribuyentes de transferir saldos a terceros”[32].
El alcance del principio de legalidad en materia tributaria ha sido objeto de una extensa serie de fallos del Tribunal Supremo de nuestro país.
La Corte Suprema de Justicia dijo: “[…] entre los principios generales que predominan en el régimen representativo republicano de gobierno ninguno existe más esencial a su naturaleza y objeto que la facultad atribuida a los representantes del pueblo para crear las contribuciones necesarias para la existencia del Estado […] nada exterioriza más la posesión de la plena soberanía que el ejercicio de aquella facultad, ya que la libre disposición de lo propio, tanto en lo particular como en lo público, es el rasgo más saliente de la libertad civil […]”[33].
Asimismo, el Tribunal Cimero consignó que el principio de legalidad alcanza y es aplicable a los tributos provinciales, y que ninguna carga tributaria puede ser exigible sin la preexistencia de una disposición legal encuadrada dentro de los preceptos y recaudos constitucionales, esto es, válidamente creada por el único poder del Estado investido de tales atribuciones, según la Constitución Nacional[34]. En efecto, en un antiguo caso en el que se cuestionó la constitucionalidad de un tributo –derecho de inspección– creado por decreto del Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires, alegando la facultad de reglamentación de una ley provincial que no establecía gravamen alguno de ese tipo, el Alto Tribunal estableció: “[…] entre los principios generales que predominan en el régimen representativo republicano de gobierno ninguno existe más esencial a su naturaleza y objeto que la facultad atribuida a los representantes del pueblo para crear las contribuciones necesarias para la existencia del Estado”[35].
El principio de legalidad, así enmarcado, impide la aplicación analógica de las leyes. En derecho tributario, al igual que en derecho penal, no existen lagunas normativas, pues se trata de un cuerpo cerrado de normas donde el tributo se encuentra, o no, establecido: si el impuesto o la tasa no se encuentra especialmente determinado para una actividad específica, no se le puede aplicar un impuesto correspondiente a otra actividad que esté gravada, aun cuando ambas actividades puedan resultar semejantes. La presunción es que el legislador lo que no gravó lo previó y lo excluyó a sabiendas de la imposición[36]. En otro caso más reciente se cuestionó la constitucionalidad de un decreto que incrementó la alícuota establecida en la Ley del Impuesto a los Capitales, llevándola del 1,5% al 3%, al considerar que la tesitura del organismo recaudador, según la cuál establecida la política legislativa el Poder Ejecutivo podía introducir cuestiones no previstas, llevaría a la absurda consecuencia de suponer que, una vez establecido un gravamen por el Congreso de la Nación, los elementos sustanciales de aquel definidos por la ley podrían ser alterados a su arbitrio por otro de los Poderes del gobierno, con lo que se desvirtuaría la raíz histórica de la mencionada garantía constitucional y se la vaciaría de buena parte de su contenido útil[37] .
En tales circunstancias, parece ser que en el campo tributario, la potestad reglamentaria resulta acotada a reglar detalles y pormenores que hacen a la actividad de recaudación, pero no puede introducir modificación esencial alguna sobre el statu quo del contribuyente.
Como señaló Jarach, en el campo tributario, “la facultad reglamentaria sirve para aclarar algunos conceptos cuando las definiciones legales no son claras o para especificar los principios en diferentes casos, pero cuando falta el concepto y no ha sido definido normativamente en la misma ley no se puede encargar al Poder Ejecutivo que defina el concepto legal en que está contenido el hecho imponible, porque esto es lo mismo que decir que el Poder Ejecutivo expresará sobre qué se aplica el impuesto y esto evidentemente viola el principio de legalidad en su propia esencia”[38].
Es por ello que sólo la ley puede: a) definir el hecho imponible, b) indicar el contribuyente, c) determinar la base imponible, d) fijar la alícuota o monto del tributo, e) establecer exenciones y reducciones, y f) tipificar las infracciones y establecer las respectivas penalidades.
La prohibición legal, inclusive, se proyecta a los supuestos de excepción que la Constitución autoriza al Poder Ejecutivo a reglar por decreto competencias que, de ordinario, son resorte del Poder Legislativo.
En efecto, en la materia que nos convoca, resulta excluida tanto la posibilidad de dictar decretos de necesidad y urgencia como decretos delegados. En el primer caso, la prohibición es elocuente y resulta expresada con toda claridad en el Artículo 99 inc. 3º; en cambio, en el caso de los decretos delegados, la prohibición surge de una interpretación histórica y sistemática de la Carta Magna.
En ese estado de cosas, no debe olvidarse que el legislador constituyente carecía de competencia para reformar artículo alguno de la primera parte de la Constitución Nacional y, en ese sentido, la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley expresada en el Artículo 17 de la Carta Fundamental debe mantenerse sin alteración alguna.
En ese orden de ideas, cabe recordar que ante los agravios esgrimidos por el Fisco Nacional en el citado caso “La Bellaca” –en el que se trataba acerca de un decreto que disponía la elevación de la alícuota del impuesto a los capitales, invocando razones de necesidad y urgencia–, la Corte Suprema consignó que, como lo señaló en el caso “Video Club Dreams”, aun cuando en el precedente “Peralta Arsenio” reconoció la validez de una norma de ese tipo, indicó en el Considerando 22: “[…] en materia económica las inquietudes de los constituyentes se asentaron en temas como la obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones –Artículo 67, inc. 2º–, consustanciada con la forma republicana de gobierno”; adelantándose, de tal modo, una conclusión que resultó luego corroborada por esa reforma constitucional, toda vez que, si bien el Artículo 99 contempla la posibilidad de que el Poder Ejecutivo dicte decretos por razones de necesidad y urgencia, prohíbe en el inciso 3º el ejercicio de tal facultad en materia tributaria.
En cambio, de ordinario, en los ámbitos donde no impera la mencionada regla de competencia, como lo ha admitido la Corte, las facultades de reglamentación que confiere el Artículo 99, inciso 2º, de la Constitución Nacional habilitan para establecer condiciones o requisitos, limitaciones o distinciones que, aun cuando no hayan sido contemplados por el legislador de una manera expresa, cuando se ajustan al espíritu de la norma reglamentaria o sirven razonablemente a la finalidad esencial que ella persigue son parte integrante de la ley reglamentada y tienen la misma validez y eficacia que ésta[39] .
De allí que, como regla general, la competencia jurígena de la Administración le permite integrar el mandato legislativo en la medida que no desnaturalice su contenido al reglamentar la ley.
Coherente con lo expuesto, resulta, así, que el principio de reserva de ley no debe ser confundido con el principio de legalidad administrativa. El primero refiere a la atribución indelegable del Congreso de establecer la obligación tributaria. El segundo alude a la necesidad de una cobertura legal suficiente para que se produzca una injerencia sobre el statu quo del administrado.
En ese estado de cosas, resulta fácil advertir que, con arreglo al Principio de Reserva de Ley, la actividad jurígena del Presidente de la Nación resulta cuasi prohibida. En cambio, sin que pueda dar lugar, en principio, a objeciones de carácter constitucional, en los ámbitos donde rige el principio de legalidad, la Administración pública puede ejercer potestades normativas, en tanto cuente con una autorización legal suficiente. Con tal sustento puede establecer condiciones, requisitos, limitaciones o distinciones que, aun cuando no hayan sido contempladas por el legislador de una manera expresa, cuando se ajustan al espíritu de la norma reglamentada o sirven razonablemente a la finalidad esencial que ella persigue son parte integrante de la ley reglamentada y tienen la misma validez y eficacia que la propia ley[40].
En definitiva, la única fuente válida para crear derecho en el ámbito de las relaciones tributarias es la ley y, en cambio, en otros terrenos donde le incumbe participar a una entidad pública también lo son, por ejemplo, los reglamentos administrativos. En ese sentido, es una doctrina inveterada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que el único poder investido de la atribución de crear cargas tributarias es el Congreso de la Nación[41].
Es por ello que la validez de la carga tributaria resulta supeditada a que por ley resulten establecidos los elementos sustanciales de la obligación tributaria[42].
En cuanto a la irretroactividad y la necesidad de que las leyes tributarias sean anteriores a los hechos imponibles a los cuales habrán de aplicarse, constituye, tal como lo predicamos, una garantía implícita resultante de los Artículos 1°, 14, 17, 28 y 33 de la Constitución Nacional.
Ahora bien, la premisa anterior, según la cual ningún elemento esencial de la obligación tributaria puede ser establecido por una orden administrativa, no resuelve la vexata quaestio de cuándo una obligación es tributaria y, en consecuencia, cuándo le es aplicable la regla liminar que impide al Poder Ejecutivo Nacional una participación normativa en asuntos de esa índole.
En ese orden de ideas, desde nuestro punto de vista, no tienen carácter tributario los ingresos en dinero exigidos al amparo de una relación de especial sujeción, ni al amparo de un fin extrafiscal.
Ante todo procede recordar que la interpretación de la Constitución Nacional debe hacerse de manera que sus limitaciones no lleguen a trabar el eficaz ejercicio de los poderes atribuidos al Estado a efectos del cumplimiento de sus fines del modo más beneficioso para la comunidad[43].
En ese sentido, una nota original de nuestra Carta Magna es la posibilidad que asiste a los órganos administrativos de emitir normas generales y abstractas con efectos jurídicos directos sobre los administrados en aquellas materias no reservadas al legislador. Entre éstas cabe destacar por su importancia cuantitativa y cualitativa a las reglamentaciones de organización interna del órgano o ente reglamentador, las destinadas a reglar el proceso de toma de decisión de los órganos o entes correspondientes y las que se refieren al amplio y trascendente sector de la policía y regulación administrativa como ejercicio de la justicia general desde la perspectiva de su fuerza creadora del orden público.
Sobre esos asuntos el Poder Ejecutivo puede disponer sobre la esfera de los derechos y obligaciones de los administrados e inclusive, porque no existe una norma que lo prohíba expresamente, disponer incidencias que recaigan sobre el patrimonio de los administrados.
Las relaciones jurídicas que surgen del ejercicio de ese Poder de Imposición reconocido por la Constitución Nacional pueden ser caracterizadas como Relaciones de Especial Sujeción. Y debe precisarse que la mentada identificación no obedece a considerarlas como nacidas fuera del orden jurídico, sino que son así ponderadas en función del principio general asentado de que sólo la ley puede ser fuente creadora de obligaciones[44].
En orden a ello, puede vislumbrarse que, si bien es cierto que, a tenor de la interpretación de la Corte Suprema, es menester como regla general que cualquier disposición patrimonial resulte requerida al amparo del ejercicio de las potestades legislativas atribuidas en los Artículos 17 y 75, inciso 2º, de la Constitución Nacional, no lo es menos que cuando la prestación tiene sustrato en un marco regulatorio especial –como podría ser aquel que ordena la prestación de un servicio público, donde las relaciones resultan concertadas bajo el derecho administrativo– la Administración resulta sometida a otro sistema de fuentes que el que rige las relaciones tributarias.
VII. Conclusión: el concepto de tributo.
En razón de lo expuesto, una contribución resultará sometida al derecho tributario si cumple con las siguientes condiciones:
a) Debe tratarse de una prestación pecuniariamente valorable en dinero o especie, que se exige en el marco de una relación de sujeción general. Así, quedan sustraídos del régimen de derecho tributario los ámbitos donde el administrado actúa dentro de un marco de Sujeción Especial, ya sea que el vínculo con la entidad pública resulte compulsivo o provenga del voluntario sometimiento del administrado.
En efecto, la relación jurídica administrativa puede ser estudiada desde muchas perspectivas, entre ellas, la de la organización. El individuo puede, así, ser contemplado como un sujeto “ajeno” aunque actual o potencialmente vinculado con la organización, o considerado como un sujeto que, para el cumplimiento de sus fines, debe “incardinarse” dentro de la organización y someterse, así, a su ordenamiento específico. En el primer caso, el individuo será el sujeto contemplado por las normas de diversa jerarquía como titular de determinados derechos –los de los Artículos 14, 14 bis, 17 y 18 de la Constitución Nacional, entre otros– que el Gobierno deberá proteger, por ejemplo, con su legislación penal, con su policía de seguridad, o bien, será considerado como ciudadano titular de determinados derechos políticos a los que habrá que honrar con la legislación electoral y de partidos políticos, con las estructuras gubernamentales al servicio del sistema republicano representativo, o como nacional, y así será defendido por las fuerzas armadas y todo el sistema de defensa, o como creyente, y le será facilitado la práctica del culto, o como trabajador, comerciante, industrial, estudiante, madre o padre de familia, con los derechos propios de tales categorías y las prestaciones estatales a su servicio en un régimen de “libertad ordenada” , etc. También, como para todo lo anterior, y tanto más, la organización-gobierno precisa de recursos económicos, el individuo será considerado como contribuyente y sometido a la legislación identificada, tradicional y comúnmente, como “tributaria”, como así también a la actividad pública destinada a poner en práctica tal legislación. En aquellos casos donde el individuo es considerado desde la perspectiva de su relación genérica con la organización, sus obligaciones tributarias lo alcanzan según su identificación con el hecho, monto, circunstancia “imponible” y en la medida, valor o proporción que se establezca, todo lo cual debe ser previsto por la ley formal del Congreso, según el principio tradicionalmente denominado “de reserva de ley”.
Ahora bien, como vimos, hay otras maneras de vincularse con la organización, maneras más concretas, individualizadas y específicas que aquellas genéricas. Eso ocurre cuando el individuo tiene frente a él una necesidad o un interés personalizado. Exige una determinada prestación de la organización en su propio interés personal, aun cuando ese interés haya sido generado por, a su vez, exigencias de la misma organización. Precisamente, como el interés, y la prestación destinada a satisfacerlo, es específico, es común –por más conveniente, aunque no imprescindible– que la organización encomiende a una organización menor pero perteneciente a aquella –una suborganización, reparto, dependencia, ente descentralizado– el cumplimiento de la prestación en cuestión.
Mayormente, nos hallamos aquí en el ámbito de la Administración pública y sus múltiples sectores organizativos y, entonces, estamos dentro del ámbito de aquellas actividades heterogéneas no establecidas como competencia exclusiva del Poder Legislativo –sin perjuicio de las competencias legislativas del Presidente de la Nación en cuanto “jefe supremo de la Nación” y “jefe del gobierno”, Artículo 99.1 de la Constitución Nacional– o improrrogables e indelegables del Poder Judicial. Estas actividades, o cometidos o “competencias” integran las que la Constitución denomina como “administración general del país” –cfr. Artículos 99.1 y 100.1 de la Constitución Nacional–, o bien, “régimen administrativo” –Artículo103 de la Constitución Nacional– o “negocios de la Nación” –Artículos 100 y 104 de la Constitución Nacional–; son realizadas en una compleja organización que, en su faz ejecutiva o de realización, va desde el vértice ocupado por el Jefe de Gabinete de Ministros, los “departamentos” o ministerios y los entes descentralizados de variada naturaleza y régimen jurídico que conforman el “sector público” según el Artículo 8º de la Ley Nº 24.156 de Administración Financiera.
Estas suborganizaciones –llamémoslas organizaciones, por razones de simplicidad– cumplen los cometidos públicos que les fueron asignados en competencia por el ordenamiento. En la mayoría de los casos, también esos cometidos serán “prestacionales específicos”, en el sentido que se encontrarán destinados a satisfacer intereses específicos de los individuos, que así podemos considerarlos en su veste de “administrados”. Para obtener la satisfacción de tales intereses, los administrados –aun cuando se trate de derechos garantizados por la Constitución– deberán cumplir con determinadas exigencias legales o reglamentarias. Ciertamente, podrán ser establecidas por el Congreso de acuerdo con los Artículos 14 y 75.32 de la Constitución Nacional, pero también, de no tratarse de una competencia exclusiva del Congreso, por el Presidente de la Nación –Artículos 99.1 y 2º de la Constitución Nacional–, por el Jefe de Gabinete –Artículo 100.2 de la Constitución Nacional–, por los demás ministros –Artículo 103 de la Constitución Nacional– o por los órganos o entes a los que la norma correspondiente, legal o reglamentaria, según los casos, les haya otorgado competencia para ello –también por vía de delegación administrativa, por supuesto–.
Dentro de aquellas exigencias reglamentarias puede encontrase, según los casos, la obligación de pagar una suma de dinero, en carácter de “derecho”, “carga”, “cargo”, “canon”, “peaje”, “tarifa” –por derivación–, “sellado” –por derivación–, “pasaje”, “portazgo”, “arancel”, etc.
Podemos denominar aquellas obligaciones, de manera general, “cargas económicas administrativas”. “Cargas”, porque suponen el cumplimiento de un requisito destinado a la satisfacción de un interés propio y exclusivo, que no tiene el carácter de contraprestación, sino de una obligación nacida de la competencia de la organización prestataria. “Económicas”, por su contenido material en dinero, diferenciándose, así, de otro tipo de cargas personales. “Administrativas”, porque deben ser cumplidas en el seno de una organización administrativa competente para realizar una actividad del mismo tipo. Para su consideración como tales no interesa que ingresen directamente al patrimonio de un sujeto público –sin perjuicio de los regímenes de “caja única” o de “fondo unificado” previstos por el Artículo 80 de la Ley Nº 24.156– o del sujeto privado delegado de la administración en la gestión del cometido administrativo, como es el caso del concesionario. No se trata esta de una cuestión sustancial, carácter que sólo tiene la competencia para crear el recurso y su destino.
Estas “cargas” son también “recursos públicos”, ya que se encuentran destinados a satisfacer, total o parcialmente, los gastos de determinadas actividades u organizaciones públicas, pero ajenas a la materia tributaria por tener una naturaleza y finalidad distinta que aquella, según lo hemos visto.
Existen casos en los que el administrado debe pagar un “precio”, resultante de un contrato, pero ello ocurre cuando la Administración o sus entes, empresarios o no, venden o realizan otro tipo de negocios sobre determinados bienes que no son específicamente públicos, pero que la Administración ha decidido producirlos –en el caso de los bienes producidos por sus empresas comerciales o industriales– o de los bienes que la Administración haya decidido desprenderse.
Pero si estamos dentro del ámbito de la actuación materialmente administrativa, como el de la construcción y uso de los caminos, estaremos también frente a las prestaciones específicas que satisfacen intereses de esa clase de los administrados. En estos casos, hay entre la Administración –o quien cumpla con el cometido administrativo, por ejemplo, el concesionario de la obra pública, o del servicio público o de cualquier otro cometido delegado en los privados– y los administrados una “relación organizativa específica”, dentro de la cual puede estar reglamentariamente establecida la obligación del administrado interesado de pagar una suma de dinero determinada, de la misma manera que se le puede exigir un mínimo o un máximo de edad, o nacionalidad, o profesión, o género, etc.
Nos referimos a una “relación organizativa específica” porque el administrado, además de ser miembro de aquella organización indiferenciada general a la que nos hemos referido más arriba, pasa a ser –en la medida y por el tiempo necesario para satisfacer su interés específico– un elemento subjetivo de la misma organización, como lo es el litigante judicial en su calidad de “parte”, o el administrado que tramita o ya forma parte de un registro, o de una práctica de habilitación o permiso, o el “paciente” de un hospital público, o el “alumno” de un colegio primario o secundario, o el “estudiante” miembro de la comunidad universitaria, o el “usuario” de un servicio público o de una obra pública, etc.
En tales casos, se advierte la vigencia de un ordenamiento específico al que el administrado debe sujetarse específicamente si desea satisfacer su interés por ese medio, que en muchos casos será el único posible. Dentro de ese conjunto de derechos y deberes propios de tal ordenamiento particular, podremos tener también la obligación o, quizás mejor, la carga de pagar una suma de dinero.
Claro que esa suma de dinero no puede jugar como contrapartida por la prestación pública, toda vez que admite excepciones justificadas y no discriminatorias, habitualmente no guardando relación con el costo público de cada prestación, ni con el costo global de la organización. Suele ser sostenida en su mayor parte por los impuestos resultantes de la relación organizativa general, por el Tesoro, tal como sucede con la seguridad –aunque paguemos un cargo por el pasaporte, la cédula de identidad, el certificado de domicilio, etc.–, la salubridad –aunque haya que pagar un cargo o arancel hospitalario–, etc. En otros casos, habrá una “ayuda” o “subsidio” por parte del Tesoro, como en el caso de ciertos transportes públicos o de determinados servicios públicos. O, en lo que aquí nos interesa, podrá estar referida al costo integral de la obra y de su administración, salvo que lleve a las tarifas de peaje a un valor que la Administración considere superior al “valor económico medio” tolerable en el orden macroeconómico y, entonces, la concesión se llevará a cabo bajo la modalidad de “subsidiada”.
¿Cuál es el límite de las reglamentaciones que pueden ser impuestas al administrado en la relación organizativa especial? Primero, el respeto y garantía de la sustancia de los derechos reconocidos en la Constitución y los tratados constitucionales; segundo, los límites impuestos por la norma que le asigna la competencia organizativa material –y por tanto reglamentaria– del “departamento” específico de que se trate. La norma atributiva de competencia podrá emanar del Congreso o del Presidente, o bien, del Jefe de Gabinete o de los ministros “ordinarios”, según los casos.
En la hipótesis que nos interesa, aquella norma emana del Congreso, ya que el derecho de un administrado de percibir e ingresar a su patrimonio este tipo de “cargos” por parte de otros administrados sólo puede estar originado en las “concesiones temporales de privilegio” sobre las que el Congreso debe legislar –Artículo 75 inc. 18 de la Constitución Nacional–, como lo ha hecho con las Leyes Nros. 17.520 y 23.696. Por tanto, la ley debe establecer el régimen jurídico de la concesión y, dentro de aquel, las competencias del Poder Ejecutivo y de otras autoridades administrativas. Dentro de tales competencias, también la de fijar tarifas de peaje relacionadas con el costo de la obra y de su administración. Por otro lado, en la Ley de presupuesto el Congreso valorará los recursos que ingresarán al Tesoro si la concesión fuese “onerosa”, o autorizará los aportes en beneficio del concesionario si fuese “subvencionada”.
En el caso de las cargas propias de la “relación organizativa específica”, no es de aplicación el “principio de reserva de ley” porque, a diferencia de lo expresado por la Corte Suprema en “Arenera”[45] –donde se acercó, pero no llegó a contemplar la totalidad de este fenómeno jurídico– no estamos estrictamente dentro del supuesto de las contribuciones tributarias del Artículo 17 de la Constitución Nacional.
Como hemos visto, el “individuo-contribuyente” se encuentra vinculado a su comunidad nacional por una relación que hemos denominado “organizativa general”. Ésta le genera diversos derechos y obligaciones, dentro de estas últimas la de participar en el sostenimiento económico de la organización-gobierno de manera forzada, indiferenciada, por la sola pertenencia del sujeto a “la población”, dentro del hecho imponible previsto en la norma y en una medida proporcional y equitativa.
Las mencionadas características de este último tipo de contribuciones justifican la aplicación del principio de “reserva de ley”, que obliga a que aquellas sean creadas por el Congreso. Se trata de una garantía especial en favor de quien se ve obligado a realizar un esfuerzo económico a favor de la comunidad general, sólo en razón de su pertenencia a ella según un interés que, aunque pudiese ser muy fuerte, será siempre indeterminado.
En cambio, en la hipótesis de las cargas impuestas por razón de las “relaciones organizativas específicas” la aplicación de tal principio carece no sólo de sentido, sino de base constitucional alguna. La creación de la carga es una competencia propia de la Administración, siempre que dicha competencia resulte de una ley del Congreso, lo que responde al principio de la “sujeción positiva a la ley”, base de la denominada “Administración de legalidad”, según el cual la Administración sólo puede hacer lo que la ley le manda o autoriza a hacer. Es decir, la Administración sólo puede actuar en el marco de su competencia, aun aquella implícita o “por necesidad”. Entre las competencias que la ley –un reglamento administrativo si la autoridad reglamentaria tuviese competencia para ello– puede otorgarle a la Administración –en cualquiera de sus organizaciones y niveles– está la de imponer cargas dinerarias para aquellos “individuos-administrados” que se coloquen en la situación de establecer una “relación organizativa específica” con aquélla o con sus delegados.
Como en todas las instituciones jurídicas, la aplicación de lo anterior está sujeta a los límites de constitucionalidad, expresos o implícitos –razonables–. Debemos estar frente a actividades que puedan ser consideradas materialmente administrativas, es decir, especialmente propias del ámbito organizativo de la Administración. La carga debe ser razonable, tanto en lo que respecta a la ocasión que la justifica como en su monto, que debe ser por naturaleza reducido, sin que resulte imprescindible que, en la totalidad de lo pagado por los administrados, se sostenga totalmente el presupuesto de gastos de la unidad administrativa o la totalidad de sus costos de funcionamiento. Precisamente, puede haber, y normalmente la hay –no necesariamente en el caso de las concesiones viales– una concurrencia entre las contribuciones del Artículo 17 de la Constitución Nacional con estas cargas específicas, aunque habitualmente con mayor incidencia de las primeras.
b) Además de ello, es menester, para que la prestación adquiera carácter tributario, que resulte impuesta sobre el patrimonio del responsable obligado al pago. Ello así, a poco que se repare en los supuestos en que el administrado debe retener o percibir una suma de dinero ajena, más allá de que, finalmente, cumple con una prestación real a favor del Fisco, lo cierto es que su primera obligación es de carácter personal, en tanto tiene la obligación de hacer la retención o percibir un dinero, para luego entregárselo en tiempo y forma al ente recaudador.
Es por ello que la obligación de actuar como responsable por deuda ajena puede ser establecida al margen de las reglas tributarias que disponen la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley.
Por otra parte, en armonía con las ideas en desarrollo, procede señalar que la situación jurídica del sujeto obligado a actuar como agente de retención es una situación jurídica especial, regida eminentemente por reglamentos administrativos, en la medida en que el administrado que cumple tal rol se erige en un colaborador no voluntario de la organización administrativa recaudadora de los tributos.
c) Por último, habrá que verificar la finalidad de la contribución. Las contribuciones que tienen como propósito fines extrafiscales, es decir, no persiguen allegar recursos dinerarios al Estado sino atender otros fines, como la preservación de la industria, el medio ambiente, etc., no tienen su génesis en el ejercicio de la potestad tributaria, sino en el poder de policía. Teniendo en cuenta lo dicho, sintetizamos nuestro concepto de esta manera: son tributos las prestaciones en dinero o especie exigidas unilateralmente por el Estado en el marco de una relación de sujeción general, con el propósito eminente de allegar fondos al Tesoro de la Nación a quienes se hallen en las situaciones consideradas por la ley como hechos imponibles.
[1] Tal es la regla metodológica legislada en el Artículo 11 de la Ley Nº 11.683 –t.o. en 1974–, según la cual “en la interpretación de las leyes impositivas sujetas a su régimen, se atenderá al fin de las mismas y a su significación económica. Sólo cuando no sea posible fijar por la letra o por su espíritu el sentido o alcance de las normas, conceptos o términos de las disposiciones antedichas, podrá recurrirse a las normas, conceptos y términos del derecho privado”.
Se consagra, por medio de ese precepto, la primacía en el terreno tributario de los textos que le son propios, de su espíritu y de los principios de la legislación especial y, con carácter supletorio o secundario, de los que pertenecen al derecho privado –Fallos: 237:452; 249:189; 297:500; sentencia del 25-2-1982, in re IKA Renault SA. s/ recurso de apelación del 3-8-1982, en los autos Caille y Vola S.R.L., s/ recurso de apelación–.
[2] Luqui, Juan Carlos, “Las garantías constitucionales de los derechos de los contribuyentes”, Tº 142, p. 891 y sigs.; “Los poderes financieros del gobierno federal”, Tº 1977-B, p. 879 y sigs.; “La unidad de la Nación y los poderes financieros provinciales”, Tº 1978-C, p. 1000 y sigs.; en todos los casos de la Revista Jurídica Argentina La Ley, Derecho Constitucional Tributario, Buenos Aires, Ediciones Depalma, 1993.
[3] Cfr. Casas, J.O, Derechos y garantías constitucionales del contribuyente, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, 2002, ps. 507/516.
[4] Este Modelo de Código Tributario fue preparado para el Programa Conjunto de Tributación de la OEA/BID, teniendo en la Comisión Redactora a los Doctores Carlos Giuliani Fonrouge –Argentina–, Rubens Gomes de Sousa –Brasil–, Ramón Valdés Costa –Uruguay–, Aurelio Camacho Rueda –Colombia–, Enrique Piedrabuena –Chile–, Alonso Moisés Beatriz –El Salvador–, Carlos Mersán –Paraguay–, Enrique Vidal Cárdenas –Perú– y Juan Andrés Octavio –Venezuela–. En este sentido, el MCTAL es la fuente de inspiración para varios países de Latinoamérica.
[5] En ese orden de ideas, procede señalar que la concesionaria, como los usuarios, se encuentran frente a la Administración en una situación de especial sujeción, en virtud de las potestades que, en materia de organización y funcionamiento del servicio público, competen a ésta. De allí que la reglamentación del servicio no esté ceñida sólo por lo que contemple el respectivo contrato, sino también por las propias prerrogativas que por naturaleza corresponden a la autoridad estatal. Así, el individuo que paga, por ejemplo, el Derecho de Peaje, abona por el uso especial de un bien del dominio público.
En esa inteligencia, cualquiera sea el origen del título habilitante, sea en virtud de un permiso de uso o de una concesión de uso, lo remunerado no puede tener naturaleza tributaria. Esto así, a poco que se repare que el título que vincula a la entidad pública y el administrado resulta configurado en el marco de una Relación de Especial Sujeción. Tal conclusión inclusive es aplicable al caso del individuo al que se requiere el pago por la utilización de un bien del dominio público en su estado natural, que bajo ninguna circunstancia podría ser caracterizado como una tasa o una contribución, habida cuenta que no resulta precedido de la realización de actividad estatal alguna.
[6] Cfr. “Ferrari, Alejandro Melitón c/ Nación Argentina –P.E.N.–.Beveraggi de la Rúa y otros c/ Nación Argentina” 1986. Fallos: 308:987.
[7] En ese sentido, la Corte Suprema trató la cuestión al considerar la constitucionalidad de las resoluciones de la entidad que obligaron a las entidades autorizadas a operar en cambios al venderle el excedente de las posiciones netas en divisas. Sobre el punto juzgó el Alto Tribunal que el conjunto de normas que otorga facultades al Banco Central en materia cambiaria y que complementa e integra la regulación de la actividad financiera que se desarrolla en el país convierte a esta entidad autárquica en el eje del sistema financiero, concediéndole atribuciones exclusivas e indelegables en lo que se refiere a política monetaria y crediticia, la aplicación de la ley y su regulación y la fiscalización de su cumplimiento. En tales circunstancias, sostuvo que las relaciones jurídicas entre el Banco Central y las entidades cambiarias sujetas a su fiscalización se desenvuelven en el ámbito del derecho administrativo y esa situación particular es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. En efecto, uno de los ámbitos más fecundos donde imperan exigencias patrimoniales no regidas por el derecho tributario son las dispuestas por el Banco Central de la República Argentina, en su condición de órgano rector del Sistema Financiero, y en el marco de la relación jurídica de especial sujeción que existe entre éste y las entidades financieras que lo integran. Fallos: 310:203 y sus citas.
[8]Así las cosas, no está en tela de juicio la naturaleza tributaria de la tasa que, por ejemplo, cobran los entes municipales en concepto de alumbrado, habida cuenta que los vecinos propietarios no pueden sustraerse del cumplimiento de la obligación más allá de la falta de interés que tengan en su prestación. Por el contrario, resulta controvertida la naturaleza de los pagos realizados, por ejemplo, cuando se quiere inscribir un acto jurídico ante un registro, toda vez que la obligación nace cuando el administrado demanda la realización del servicio.
[9] Una muestra elocuente de tal tesitura es que ningún particular podría arrogarse la facultad de prestar un servicio de tales características, desde que la atribución de emitir actos que certifiquen la existencia de un documento con efectos erga omnes es inherente al poder de imperium del Estado.
[10] Villegas, Curso de Finanzaz, 8ª ed, p. 177 y Valdés Costa, Curso, p 148; García Belsunce, El principio de legalidad, en Facultad de Derecho y Ciencias Sociales- Instituto Uruguayo de Estudios Tributarios, “El principio de legalidad”, p. 103, entre muchos otros.
[11] La Constitución Nacional permite distinguir a priori algunas actividades que son resorte exclusivo del Estado y otras que son prestadas por razones de coyuntura. Por de pronto, asumen el carácter de inherentes todas aquellas que guarden relación con el ejercicio del Poder de Imperio, habida cuenta que ningún particular resultaría en condiciones de incidir autoritativamente sobre la esfera jurídica de otro administrado sin su consentimiento. Otro tanto ocurre con la utilización preferente de un bien del dominio público del Estado. En ninguna inteligencia cabría la posibilidad de que un particular per se desarrolle una actividad comercial destinada a explotar un bien dominical sin un acto de la autoridad que delegue en cabeza del particular la posibilidad de su explotación.
En cambio, no son inherentes al Estado, cabe señalarlo especialmente, la explotación de los servicios públicos. Si bien el Estado puede acordar privilegios, establecer su prestación bajo condiciones monopólicas, fijar una regulación intensa en razón de los intereses públicos comprometidos, etc., lo cierto es que la Constitución Nacional no impide la creación de emprendimientos enderezados a tal fin. Es por ello que las mencionadas actividades son sometidas a un régimen de derecho público luego de la declaración de su publicación por el Congreso de la Nación. Tal decisión implica la sustracción de la actividad del régimen comercial de derecho privado y la imposición de un sacrificio a los particulares que venían desarrollando la actividad que debe ser indemnizada con arreglo a los principios que consagran la responsabilidad estatal por su actividad lícita. Del mismo modo, tampoco son inherentes al Estado todas aquellas actividades que el Estado decide emprender por razones de oportunidad con arreglo a la política económica imperante en una coyuntura determinada.
[12] Por ejemplo, aquella que financia la conexión a la red cloacal. El usuario del servicio público de agua no puede rehusar su pago. Empero tal circunstancia no determina que la contribución revista naturaleza tributaria.
[13] Que los fondos aportados por los usuarios ingresen o no al Tesoro Nacional, como paso previo a las arcas del concesionario o para permanecer en cierto porcentaje allí, no es de la naturaleza de la concesión de obra pública, sino sólo una modalidad de su ecuación económico–financiera. Así lo establece el Artículo 2º de la Ley Nº 17.520, cuando clasifica a tales modalidades como a) onerosa; b) gratuita; c) subvencionada.
[14] Así, el Artículo 3º de la Ley Nº 17.520 delega al Poder Ejecutivo la determinación de la tarifa en el contrato de concesión de obra pública, pero establece como política legislativa que “el nivel medio de las tarifas no podrá exceder al valor económico medio del servicio ofrecido, la rentabilidad de la obra, teniendo en cuenta el tráfico presunto, el pago de la amortización de su costo, de los intereses, beneficio y de los gastos de conservación y de explotación”.
[15] En ese orden de ideas, procede señalar que la concesionaria como los usuarios se encuentran frente a la Administración en una situación de especial sujeción, en virtud de las potestades que, en materia de organización y funcionamiento del servicio público, competen a ésta. De allí que la reglamentación del servicio no esté ceñida sólo por lo que contemple el respectivo contrato, sino también por las propias prerrogativas que por naturaleza corresponden a la autoridad estatal. Así, el individuo que paga, por ejemplo, el Derecho de Peaje, abona por el uso especial de un bien del dominio público.
En esa inteligencia, cualquiera sea el origen del título habilitante, sea en virtud de un permiso de uso o de una concesión de uso, lo remunerado no puede tener naturaleza tributaria. Esto así, a poco que se repare que el título que vincula a la entidad pública y el administrado resulta configurado en el marco de una Relación de Especial Sujeción. Tal conclusión inclusive es aplicable al caso del individuo al que se requiere el pago por la utilización de un bien del dominio público en su estado natural, que bajo ninguna circunstancia podría ser caracterizado como una tasa o una contribución, habida cuenta que no resulta precedido de la realización de actividad estatal alguna.
[16] Existen casos en que el administrado debe pagar un “precio”, resultante de un contrato, pero ello ocurre cuando la Administración o sus entes, empresarios o no, venden o realizan otro tipo de negocios sobre determinados bienes que no son específicamente públicos, pero que la Administración ha decidido producirlos –en el caso de los bienes producidos por sus empresas comerciales o industriales– o de los bienes que la Administración haya decidido desprenderse.
[17] Véase, así, las Leyes Nº 17.520 y 23.696.
[18] En sintonía con las ideas en desarrollo, otro caso paradigmático de contribuciones establecidas al amparo de un Régimen de Sujeción Especial son los requerimientos patrimoniales coactivos que demanda el Banco Central a las entidades financieras, en su condición de institución rectora del sistema financiero.
En ese sentido, la Corte Suprema trató la cuestión al considerar la constitucionalidad de las resoluciones de la entidad que obligaron a las entidades autorizadas a operar en cambios al venderle el excedente de las posiciones netas en divisas. Sobre el punto juzgó el Alto Tribunal que el conjunto de normas que otorga facultades al Banco Central en materia cambiaria y que complementa e integra la regulación de la actividad financiera que se desarrolla en el país convierte a esta entidad autárquica en el eje del sistema financiero, concediéndole atribuciones exclusivas e indelegables en lo que se refiere a política monetaria y crediticia, la aplicación de la ley y su regulación y la fiscalización de su cumplimiento. En tales circunstancias, sostuvo que las relaciones jurídicas entre el Banco Central y las entidades cambiarias sujetas a su fiscalización se desenvuelven en el ámbito del derecho administrativo y esa situación particular es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. En efecto, uno de los ámbitos más fecundos, donde imperan exigencias patrimoniales no regidas por el derecho tributario, son las dispuestas por el Banco Central de la República Argentina, en su condición de órgano rector del Sistema Financiero, y en el marco de la relación jurídica de especial sujeción que existe entre éste y las entidades financieras que lo integran. Fallos: 310:203 y sus citas.
En ese mismo sentido, también puede traerse a colación un pronunciamiento reciente de la Cámara Contencioso Administrativo que declaró la inconstitucionalidad de las erogaciones que impone el Decreto Nº 588/1998 y la Resolución –Lotería Nacional– Nº 157/1998 a los sujetos que realizan promociones públicas que, aunque no establezcan la obligación de compra de los productos ofertados, se resuelven mediante la intervención del azar. El fundamento de la decisión subyace en el carácter coactivo de la prestación requerida por la Lotería Nacional con fundamento en las mencionadas normas. Desde nuestro punto de vista, la situación de las empresas es análoga a la que mantienen las entidades financieras con la entidad rectora del sistema financiero. Debe tenerse en cuenta que la realización de concursos, sorteos o competencias que se efectúan mediante la utilización de medios de comunicación de carácter masivo se exhibe fuera del comercio y sólo puede ser ejercida a partir un acto administrativo que habilite su realización. En efecto, de acuerdo a lo reglado en el Artículo 2069 del Código Civil: “Las lotería y rifas, cuando se permitan, serán regidas por las respectivas ordenanzas municipales o reglamentos de policía”. Por otra parte, el Artículo 13 de la Ley Nº 18.226 prescribe: “Queda prohibida en la Capital Federal y Territorio Nacional de Tierra del Fuego, Antártica e Islas del Atlántico Sur la introducción por cualquier medio y con fines de expendio, al igual que el anuncio, propaganda y circulación o venta de toda otra lotería que no sea la emitida por la Lotería de Beneficiencia Nacional y Casinos, como asimismo, la exhibición, reproducción y circulación de extractos correspondientes a las mismas. Queda también prohibida la venta en la vía pública de billetes de lotería, rifas, tómbolas, bonos de contribución y demás participaciones de juegos de azar, no autorizados especialmente”. A su vez, el Artículo 16 de la mencionada ley establece: “No se autorizarán rifas, tómbolas o bonos de contribución sin consulta previa a la Lotería de Beneficencia Nacional y Casinos, a fin de determinar si existe competencia con la comercialización de sus billetes”. Y, de tal manera, se configura entre la Lotería Nacional y las personas que deciden encarar tales promociones de contenido lúdico una relación jurídica que se desenvuelve en el campo del derecho administrativo y que da lugar a una situación particular que es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. Fallos: 310:203. En efecto, la situación jurídica de las promotoras de juegos lúdicos se rige eminentemente por un permiso administrativo. Este instituto jurídico se caracteriza por levantar, individualmente, esa prohibición general a efectos de que un individuo, en nuestro caso, organizado en la forma en que la reglamentación de policía lo establece, pueda intervenir en la actividad relacionada con la organización de juegos de azar, así como también se da, verbigracia, en la actividad financiera, antes mencionada, o en otras relaciones jurídicas donde también, cabe señalarlo, la Administración exige el ingreso de un arancel como conditio para acceder a la habilitación de la actividad. Es, así, que la situación del administrado que obtuvo una habilitación concreta para ejercer una actividad que resulta prohibida excede los límites habituales que rigen en el resto de las que se desarrollan en la comunidad, estableciéndose restricciones a los derechos tradicionales de los sujetos beneficiados por la autorización, que, en tal caso, quedan sometidos a obligaciones que nacen, a cada momento, de cara a las normas que reglamentan su accionar. –Véase Fallo Plenario de las Salas de la Cámara Federal Contencioso Administrativo Federal in re “Multicambio SA c/ Banco Central de la República Argentina s/ Ordinario”, y sus citas: Martín Mateo y Sosa Wagner, “Derecho administrativo económico”, p. 137; Giannini, Diritto administrativo, volumen II, p. 1093 y sigs.; García de Entrerría y Fernández, “Curso de derecho administrativo”, volumen II, p. 126 y sigs.; Melián Gil, “Sobre la determinación conceptual de la autorización y la concesión”, en Revista Administración Pública, L. 71, p. 59 y sigs–. En ese sentido, las disposiciones de los Artículos 5° del Decreto Nº 588/1998 y 9° y 12 de la Resolución –LN– Nº 157/1998, en tanto habilitan a exigir prestaciones en dinero a las empresas que organizan operatorias promocionales, no resultan, en principio, contrarias a ninguna cláusula de la Ley Fundamental, en tanto es propio de este régimen de sujeción especial la delegación en organismos administrativos encargados de ejercer la policía, dictar normas reglamentarias que establezcan requisitos, condiciones o limitaciones para la realización de la actividad en ciernes. Es por ello que las especiales y particulares reglamentaciones que se imponen a los permisionarios, que pudieran parecer una indebida intromisión en los derechos exclusivos de empresas privadas, en realidad, se exhiben como correlato de aquella obligatoriedad instituida en forma complementaria, integrando un sistema que otorga un margen de acción restringido sometido a un control permanente, que comprende desde el permiso para operar que se acuerda a ellas hasta su cancelación, y que no se dirige a fiscalizar a cualquier individuo, sino a determinada clase de personas jurídicas que desarrollan la actividad de que se trata, en razón del destino social que se realiza con la inversión de sus frutos.
[19] Fallos: 178:355.6. Fallos: 180:384. Fallos: 201:249, p. 269. En ese orden de ideas, ha señalado nuestro Máximo Tribunal que “en todo estado soberano el Poder Legislativo es el depositario de la mayor suma de poder y es, a la vez, el representante más inmediato de la soberanía”. Asimismo, remarcando la trascendencia de la misión institucional del Congreso, ha agregado que “la Constitución establece para la Nación un gobierno representativo, republicano, federal. El Poder Legislativo que ella crea es el genuino representante del pueblo y su carácter de cuerpo colegiado, la garantía fundamental para la fiel interpretación de la voluntad general” , y, en tal sentido, sostiene la jurisprudencia de nuestro Máximo Tribunal que “la función específica del Congreso es la de sancionar las leyes necesarias para la felicidad del pueblo […] Es clásico el principio de la división de los poderes ínsito en toda democracia y tan antiguo como nuestra Constitución, o su modelo norteamericano o como el mismo Aristóteles que fue su primer expositor. Ese espíritu trasciende en la letra de toda la Constitución y en la jurisprudencia de esta Corte”. Voto del Juez Repetto en Fallos: 201:249, p. 278. Las tres últimas citas están tomadas del Considerando 14 del voto del Dr. Maqueda en el caso Simón, CS, 14-6-2005.
[20] Dice el Artículo 30: “Las restricciones permitidas, de acuerdo con esta Convención, al goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidas por la misma no pueden ser aplicadas sino conforme a leyes que se dictaren por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas”. El mencionado Tribunal sostuvo: “La Corte entra ahora a analizar la disyuntiva de si la expresión “leyes” utilizada por la disposición transcripta se refiere a leyes en sentido formal –norma jurídica emanada del Parlamento y promulgada por el Ejecutivo, con las formas requeridas por la Constitución– si, en cambio, se la usa "en sentido material como sinónimo de ordenamiento jurídico, prescindiendo del procedimiento de elaboración y del rango normativo que le pudiera corresponder en la jerárquica del respectivo orden jurídico. La protección de los derechos humanos requiere que los actos estatales que los afecten de manera fundamental no queden al arbitrio del poder público, sino que estén rodeados de un conjunto de garantías enderezadas a asegurar que no se vulneren los atributos inviolables de la persona, dentro de las cuales acaso la más relevante tenga que ser que las limitaciones se establezcan por una ley adoptada por el Poder Legislativo, de acuerdo con lo establecido por la Constitución. A través de este procedimiento no sólo se inviste a tales actos del asentimiento de la representación popular, sino que se permite a las minorías expresar su inconformidad, proponer iniciativas distintas, participar en la formación de la voluntad política o influir sobre la opinión pública para evitar que la mayoría actúe arbitrariamente. En verdad, este procedimiento no impide en todos los casos que una ley aprobada por el Parlamento llegue a ser violatoria de los derechos humanos, posibilidad que reclama la necesidad de algún régimen de control posterior, pero sí es, sin duda, un obstáculo importante para el ejercicio arbitrario del poder. Lo anterior se deduciría del principio –así calificado por la Corte Permanente de Justicia Internacional, Consistency of Certain Danzig Legislative Decrees with the Constitution of the Free City, Advisory Opinion, 1935, P.C.I.J., Series A/B, N' 65, p. 56– de legalidad, que se encuentra en casi todas las constituciones americanas elaboradas desde finales del siglo XVIII, que es consustancial con la idea y el desarrollo del derecho en el mundo democrático y que tiene como corolario la aceptación de la llamada reserva de ley, de acuerdo con la cual los derechos fundamentales sólo pueden ser restringidos por ley en cuanto expresión legítima de la voluntad de la Nación. La reserva de ley para todos los actos de intervención en la esfera de la libertad, dentro del constitucionalismo democrático, es un elemento esencial para que los derechos del hombre puedan estar jurídicamente protegidos y existan plenamente en la realidad. Para que los principios de legalidad y reserva de ley constituyan una garantía efectiva de los derechos y libertades de la persona humana, se requiere no sólo su proclamación formal, sino la existencia de un régimen que garantice eficazmente su aplicación y un control adecuado del ejercicio de las competencias de los órganos. En tal perspectiva, no es posible interpretar expresión leyes, utilizada en el Artículo 30, como sinónimo de cualquier norma jurídica, pues ello que valdría a admitir que los derechos fundamentales pueden ser restringidos por la sola determinación del poder público, sin otra limitación formal que la de consagrar tales restricciones en disposiciones de carácter general. Tal interpretación conduciría a desconocer límites que el derecho constitucional democrático ha establecido desde que en el derecho interno se proclamó la garantía de los derechos fundamentales de la persona, y no se compadecería con el Preámbulo de la Convención Americana, según el cual “los derechos esenciales del hombre […] tienen como fundamento los atributos de la persona humana, razón por la cual justifican una protección internacional, de naturaleza convencional coadyuvante o complementaria de la que ofrece el derecho interno de los Estados americanos”[…] La expresión “1eyes”, en el marco de la protección a los derechos humanos, carecería de sentido si con ella no se aludiera a la idea de que la sola determinación del poder público no basta para restringir tales derechos. Lo contrario equivaldría a reconocer una virtualidad absoluta a los poderes de los gobernantes frente a los gobernados. En cambio, el vocablo “leyes” cobra todo su sentido lógico e histórico si se lo considera como una exigencia de la necesaria limitación a la interferencia del poder público en la esfera de los derechos y libertades de la persona humana. La Corte concluye que la expresión “1eyes”, utilizada por el Artículo 30, no puede tener otro sentido que el de ley formal, es decir, norma jurídica adoptada por el órgano legislativo y promulgada por el Poder Ejecutivo, según el procedimiento requerido por el derecho interno de cada Estado”.
[21] De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte, el Poder Ejecutivo Nacional tiene vedado establecer tributos aún por la vía extraordinaria de los decretos de necesidad y urgencia, toda vez que el Artículo 99, inc. 3°, de la Ley Fundamental le prohíbe, en forma terminante, emitir este tipo de disposiciones cuando se trate –entre otras– de la materia tributaria. El Tribunal aplicó lo prescripto por esta norma en los conocidos precedentes de Fallos: 318:1154 y 319:3400 –“Video Club Dreams” y “La Bellaca SAACIF”, respectivamente–.
[22] Fallos: 321:366 y sus citas.
[23] Fallos: 316:2329; 318:1154; 319:3400 y sus citas, entre otros.
[24] Fallos. 312:1098. Vid también Fallos: 310:2193.
[25] Véase sobre esto último la doctrina del citado precedente de Fallos: 319:3400, en especial, su Considerando 9º.
[26] Y a ello cabe agregar que ha sostenido más recientemente la Corte Suprema norteamericana, a través del voto del Juez Scalia, en la misma dirección, que ella “no ha tenido éxito al tratar de trazar la línea que separa el otorgamiento adecuado de poderes del Congreso al Ejecutivo de una delegación inconstitucional de facultades legislativas, de hecho tiene razón Schoenbrod cuando piensa que hace tiempo hemos dejado de intentarlo”, caso Printz, 521 US 898 –1997–.
[27] Fallos: 248:482; 303:245; 305:134; 312:912; 316:2329, entre muchos otros.
[28] “La Martona S.A. v. Provincia de Buenos Aires s/ repetición de una suma de dinero”, Fallos: 182:411, sentencia del 7 de diciembre de 1938, referente a la aplicación del principio de las tasas.”Alberto Francisco Jaime Ventura y Otra v. Banco Central de la República Argentina”, Fallos: 294:152, sentencia del 26 de febrero de 1976, donde se declaró la inconstitucionalidad de un tributo encubierto, creado por una norma infralegal. “Juan Pedro Insúa”, Fallos: 310:1961, sentencia del 1 de octubre de 1987, sobre efectos liberatorios del pago e irretroactividad fiscal.”Fleischmann Argentina Inc.”, Fallos: 312:912, sentencia del 13 de junio de 1989, relativo a la prohibición de crear tributos por vía interpretativa. “Video Club Dreams v. Instituto Nacional de Cinematografía”, Fallos: 318:1154, sentencia del 6 de junio de 1995, referente a la inconstitucionalidad de tributos creados por decretos de necesidad y urgencia.”Luisa Spak de Kupchik y Otro v. Banco Central de la República Argentina y Otro”, Fallos: 321:347, sentencia del 17 de marzo de 1998, sobre los alcances de un tributo establecido por un decreto de necesidad y urgencia.
[29] Cfr.: Curso de Derecho Financiero Español, 19ª edición, capítulo II: "Las fuentes del Derecho Financiero. La Constitución y los principios constitucionales", parágrafo II: "Los principios constitucionales del Derecho Financiero", letra "A": "El principio de legalidad", punto 2: "Los tributos: el principio de legalidad tributaria", apartado "c": "El principio de legalidad tributaria y las relaciones Ley–reglamento", , Madrid, Marcial Pons Ediciones, 1997, p. 48 y sigss., en particular, p. 50.
[30] Véase los votos Dr. Osvaldo Casas como Juez del Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires en las causas: “Asociación de Receptorías de Publicidad –A.R.P.– c. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo s/ recurso de inconstitucionalidad”, expte. N° 329/2000, sentencia del 6 de septiembre de 2000 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº II, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 260 y sigs.–; “Círculo de Inversores S.A. de ahorro para fines determinados s/ recurso de apelación ordinario” en “Círculo de Inversores S.A. de ahorro para fines determinados c. GCBA –Dirección General de Rentas– Resolución 3087-DGR-00 s/ recurso de apelación judicial c. decisiones de DGR", expte. N° 1150/2001, sentencia del 13 de febrero de 2002 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº IV, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 18 y sigs.–; “Estudio Beccar Varela c. GCBA –Dirección General de Rentas y Empadronamiento Inmobiliarios– s/ cobro de pesos s/ recurso de inconstitucionalidad concedido y recurso de queja por denegación de recurso de inconstitucionalidad”, exptes. N° 1644/2002 y N° 1639/2002 –por cuerda–, sentencia del 16 de octubre de 2002 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº IV, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 489 y sigs.– y “Alegre Pavimentos SACICAFI c. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s /amparo s/ recurso de queja”, expte. N° 893/2001, sentencia del 3 de agosto de 2005.
[31] Mordeglia, Tratado de Tributación, op. cit., p. 89.
[32] Fallos: 324–1848, autos "F. M. Comercial S.A. v. Dirección General Impositiva", del 14 de junio de 2001: La Ley: 2001-F-796.
[33] Fallos: 182:411, autos “La Martona S.A c. Provincia de Buenos Aires”.
[34] Fallos: 31:82. Empero en el caso se rechazó la legitimación del contribuyente de iure porque el impuesto había sido trasladado a los productores y consumidores.
[35] Fallos: 182:441.
[36] Fallos: 36:2329.
[37] Fallos: 319:34000, “La Bellaca SAACI FM”, del 27 de diciembre de 1996.
[38] Véase Jarach, Dino, Curso Superior de Derecho Tributario, Buenos Aires Liceo Profesional Cima, 1969, ps. 109/110.
[39] Fallos: 190:301; 202:193; 237:636,301:214, entre otros.
[40] “Krill Producciones Gráficas SRL s/ apelación – clausura” , LL 1994-A-587, 8 de junio de 1993.
[41] Fallos: 316:2329.
[42] Fallos: 319:3499, Considerando 9º.
[43]Fallos: 311:1617; 328:690.
[44]En nuestro sistema institucional la potestad que asiste a los cuadros administrativos para reglar la situación jurídica de los administrados no tiene su origen en una estructura constitucional bicéfala del poder entre el órgano representante de la voluntad popular y el Monarca.
En igual sentido, tampoco es menester recurrir a las elucubraciones doctrinarias que, para dar satisfacción a la perenne necesidad de operatividad y eficacia que precisa la máquina administrativa en determinados ámbitos, ameritan la posibilidad de apartarse del principio de reserva de ley consagrado en las constituciones modernas.
En tal inteligencia, corresponde señalar que el poder normativo de los cuadros administrativos tiene su origen y alcance en el Artículo 99 de la Constitución Nacional. Dentro de este marco conceptual es que debe alcanzarse a comprender la situación jurídica de ciertos administrados que no se ven incididos en su esfera de derechos y obligaciones por una ley del Congreso de la Nación, sino que su situación jurídica es gobernada primordialmente por reglamentos administrativos.
Teniendo en cuenta tales parámetros, el estudio de las Relaciones Especiales de Sujeción no sería otra cosa que el examen de la potestad reglamentaria abordada con relación a ciertos extractos de la actividad administrativa. Lo dicho expresa una importante distinción con importantísimos estudios que han caracterizado a las relaciones de sujeción especial como aquellas que se configuran en el marco de una relación que tiene al administrado incorporado y participando durante un cierto tiempo la intus de la organización administrativa. Esta idea –fundada esencialmente en regímenes constitucionales que aceptan una construcción bipolar del poder– ha llevado, entre otras consecuencias, a soslayar la existencia de derechos fundamentales frente al ejercicio de la potestad sancionatoria administrativa, en particular, en aquellos supuestos donde se produce una inserción del ciudadano en el ámbito de una organización administrativa. Cuando lo cierto es que la comprensión de la existencia de un poder de sujeción especial no implica en absoluto que el ejercicio de la potestad administrativa en este ámbito resulte desvinculado del orden jurídico y, en particular, del bloque de derechos humanos consagrados en las Convenciones Internacionales suscritas por el Estado Nacional.
[45] Fallos: 314:595.
La naturaleza jurídica de las contribuciones que proveen de recursos al Tesoro de la Nación no ha podido ser estudiada bajo un bagaje jurídico unívoco. Distintas disciplinas han reclamado para sí su estudio, reivindicando su autonomía dogmática y normativa. Una muestra elocuente de la veracidad de tal aserto se alcanza a vislumbrar, sin ninguna clase de dificultad, a poco de que se repare en la naturaleza jurídica de las contribuciones destinadas a financiar la prestación de los servicios públicos, que, en sustancia, han sido estudiadas profusamente por la doctrina versada en derecho administrativo y se ha disciplinado su régimen jurídico con arreglo al sistema de fuentes jurídicas de esa vertiente del conocimiento jurídico. En cambio, otras contribuciones, como los impuestos, son abordados en los estudios de derecho tributario y otras, como las que refieren al comercio exterior, por el derecho aduanero.
En ese estado de cosas, resulta quimérico el criterio doctrinario que procura subordinar las contribuciones del Artículo 4º de la Constitución Nacional al régimen jurídico tributario que disciplina la Carta Magna a lo largo de su articulado. Esta visión sesgada de la cosa pública no alcanza a comprender que nuestro constituyente previó distintos mecanismos de financiación de la actividad estatal que no resultan subordinadas bajo reglas comunes, excepto aquella que consagra la vigencia irrestricta de los derechos humanos y la garantía innominada de razonabilidad en el ejercicio de cualquier potestad.
Resulta casi un lugar común decir que todas las contribuciones que conforman el Tesoro de la Nación son tributarias. Pero a poco que se profundiza en el análisis se advierte con suma facilidad que tal aserto no condice con la realidad. Así, ningún autor se atrevería a sostener sin algún grado de duda que la suma por la cual se remunera la prestación de un servicio público prestado por una empresa privada o la utilización de una obra pública concesionada tuviere naturaleza tributaria. Sin embargo, no deja de ser cierto que la erogación, si bien destinada a pagar al concesionario, es un fondo público que conforma el Tesoro de la Nación. En efecto, el precitado aserto surge de lo dispuesto por el Artículo 1º de la Ley Nº 13.064, en cuanto establece que son obras públicas nacionales “toda construcción, o trabajo o servicio de industria que se ejecute con fondos del Tesoro de la Nación, a excepción de los efectuados con subsidios, que se regirán por ley especial, y las construcciones militares, que se regirán por la Ley Nº 12.737 y su reglamentación y supletoriamente por las disposiciones de la presente”. A su vez, el Artículo 1º de la Ley Nº 17.520 prevé que el Poder Ejecutivo podrá otorgar concesiones de obra pública por un término fijo a sociedades privadas o mixtas o a entes públicos para la construcción, conservación o explotación de obras públicas mediante el cobro de tarifas o peaje, conforme a los procedimientos que fija esta ley.
En ese contexto, se advierte sin hesitación alguna que las contribuciones realizadas por los usuarios de las obras concesionadas en concepto de tarifas o peajes son fondos del Tesoro de la Nación, pues, de lo contrario, resultaría sustraída su realización del régimen jurídico de la Obra Pública. De allí que se agrega otro dato para desechar esa falsa ecuación según la cual toda contribución destinada a conformar el Tesoro de la Nación resulta comprendida dentro del régimen que disciplina el “Estatuto del Contribuyente” .
Entonces, también las tarifas o peajes que remuneran la obra pública realizada por el concesionario son contribuciones que, en principio, deben ser establecidas por el Congreso de la Nación. Empero, como no revisten naturaleza tributaria, admiten una participación activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la obligación de pago, en tanto el Congreso, con carácter previo, determine las bases de la delegación.
&. Respecto de las contribuciones, ¿ellas deben necesariamente ser establecidas por ley?
Sí, deben ser establecidas por ley, conforme los Artículos 4º, 9º, 17, 52 y 75, incisos 1º, 2º y 18 de la Constitución Nacional. Todas las contribuciones que proveen de recursos al Tesoro Nacional deben ser provistas por una ley. Nadie puede discutir la veracidad de la precitada afirmación porque no es una postulación doctrinaria, sino que constituye una regla de derecho positivo insita sin ninguna hesitación en los mencionados artículos de la Constitución Nacional y que se exhibe fruto de un proceso histórico no sólo argentino, sino también contemporáneo a la consagración del Estado de Derecho. De allí que esa regla constitucional es aplicable a cualquier clase de contribución, sea que resulte tributaria, aduanera o administrativa.
&. ¿Cuál es la diferencia en régimen jurídico entre una contribución tributaria y una contribución que no lo es?
Otra regla constitucional, que también reconoce un origen histórico, pero que, en la especie, resulta peculiar a nuestro sistema institucional, es la referida a la potestad reglamentaria que le asiste al Presidente de la Nación, en virtud de lo dispuesto por el Artículo 99, incisos 1º y 2º, como Jefe Supremo de la Nación y como responsable político de la Administración. Es distintiva porque atribuye a la Administración pública una potestad normativa de índole secundaria a las leyes que le permiten integrar el mandato legislativo, en la medida que no lo desnaturalice en su espíritu.
Esta prerrogativa normativa que le asiste al Poder Ejecutivo no se presenta como una competencia que le pertenece por voluntad del Congreso de la Nación. Siempre es una facultad que se ejerció de iure propio. Muestra elocuente de ello es que nuestra Constitución, antes de la reforma de 1994, nunca aceptó la delegación de competencias atribuidas al Poder Legislativo.
En ese estado de cosas, procede destacar que no existe regla constitucional alguna que prohíba la reglamentación de una ley que imponga una contribución.
Con esa comprensión se llega, así, a la vexata quaestio, esto es, identificar cuáles son las características propias de las contribuciones tributarias y cuáles son sus influencias con relación al ejercicio de la competencia reglamentaria que le asiste al Poder Ejecutivo.
Bajo tales premisas, deberían contraponerse los ámbitos donde impera el principio de reserva de ley con relación a otros en donde gobierna el principio de legalidad administrativa. El “principio de reserva de ley” constituye una excepción al principio general que gobierna la actuación administrativa , con arreglo al cual resulta autorizada a incidir sobre el statu quo del administrado, en tanto exista una cobertura legal suficiente.
En efecto, de ordinario, la actividad administrativa resulta gobernada por el principio de legalidad administrativa y el sistema de fuentes de derecho administrativo. Dicha regla encuentra su excepción cuando la incidencia en el statu quo del administrado refiere a una norma tributaria. En ese supuesto, la actividad administrativa no resulta regida por el derecho administrativo, sino por el derecho tributario, que reconoce como regla sustancial aquella que sostiene la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley.
En tales circunstancias, no puede omitirse aquí que, mientras el derecho administrativo se construye al amparo del principio de legalidad, el derecho tributario resulta cobijado por el principio de reserva de ley. En el primero, el Poder Ejecutivo debería actuar subordinado a la ley y sólo podría producir modificaciones sobre la esfera de derechos y obligaciones de los administrados en la medida que cuente con una habilitación legal expresa o razonablemente implícita. En cambio, en el proceso de creación de la obligación tributaria, la actividad administrativa resultaría inerte para producir modificación de ninguna clase sobre la esfera patrimonial de los administrados.
A la luz de lo expuesto, puede apreciarse que, en el ámbito tributario, la actividad administrativa resulta ceñida a aplicar el mandato legislativo. Es por ello que el Poder Ejecutivo siquiera puede incidir autoritativamente sobre la esfera jurídica de los administrados en los casos que la Constitución Nacional permite al Poder Ejecutivo actuar como legislador en el marco de lo que llamamos el ejercicio de la Función Presidencial. Esto es, las materias de competencia primaria de la Legislatura que son susceptible de ser ejercidas por el Poder Ejecutivo bajo condiciones excepcionales.
En consecuencia, establecer cuándo una contribución tiene naturaleza tributaria no es importante para verificar la imperiosa necesidad de su creación por ley, habida cuenta de que, tal como resultó precisado con anterioridad, ésta se presenta como una regla común a cualquier clase de contribuciones destinada a financiar el Tesoro Nacional. La importancia de la cuestión resulta de su implicancia con relación al ejercicio de la potestad reglamentaria que le asiste de ordinario al Presidente de la Nación.
En efecto, sólo la contribución tributaria resulta sometida, en nuestra Carta Fundamental, a un régimen que exhibe entre sus máximas aquella que instituye que la prestación tributaria sólo puede ser reglada en sus elementos esenciales por el legislador.
En el caso de otras contribuciones, podrá advertirse que resulta admisible una colaboración activa del Poder Ejecutivo, en tanto el legislador haya establecido con claridad la política legislativa y no se desnaturalice con su reglamentación.
Aclarado ese punto, procede señalar que la dificultad para distinguir adecuadamente la noción de “tributo” reside en que no resulta susceptible de ser verificada en la realidad, y en que tampoco existe una definición normativa, tal como acontece en la legislación española, que permita establecer los supuestos comprendidos en dicho concepto. Así las cosas, la respuesta al substancial interrogante formulado debe surgir de un análisis minucioso del texto constitucional a través de los mecanismos que respondan a las máximas que gobiernan en materia de interpretación constitucional:
1) interpretación sistemática,
2) interpretación auténtica, e
3) interpretación dinámica.
Bajo tales premisas, el resultado del proceso interpretativo debe ser conducente para que a la prestación caracterizada como tributo le resulten aplicables, sin matización alguna, las reglas de derecho constitucional tributario establecidas en nuestra Carta Fundamental y que conforman aquello que en doctrina se dio a llamar “Estatuto del Contribuyente”.
El mencionado régimen jurídico previsto por la Constitución Nacional demanda, en sustancia, el cumplimiento de los siguientes principios: a) reserva de ley, b) capacidad contributiva, c) igualdad, c) generalidad, d) no confiscatoriedad, e) proporcionalidad y f) libre circulación territorial.
&. ¿Qué es un tributo?
Sentado lo anterior, teniendo en cuenta que el propósito inicial de brindar una definición de “tributo” es establecer qué obligaciones públicas pueden ser creadas exclusivamente por ley, procede señalar que el cometido no se presenta sencillo, habida cuenta que el legislador constituyente no ha brindado una pauta precisa sobre su significado. Además, la dificultad recrudece a poco que se advierte que tampoco existe una ley –como en el caso de la legislación española– que establezca una definición.
En ese orden de ideas, no cabe soslayar que el concepto no puede ser entendido fuera del derecho positivo vigente, habida cuenta de que el tributo es una realidad gracias al derecho, no susceptible de ser verificada en el plano de la realidad de las cosas, y, por tanto, en cualquier orden jurídico su dimensión responde a una convención.
En esa inteligencia, abundando en las anteriores ideas, puede decirse que si bien la materia es reconocida expresamente por la Constitución Nacional, ante la falta de una teoría positiva propia, el tributo representa una creación dogmática que emana de la exigencia de racionalizar un sector particular del conocimiento jurídico: aquel de los ingresos de los entes públicos cuya fuente no es reconducible a situaciones de naturaleza privatística[1].
En ese horizonte, el desafío planteado exige acordar un concepto representativo de fenómenos homogéneos y, además, útil para los objetivos constitucionales, esto es, preservar las garantías individuales en armonía con el desarrollo del grupo social. Entonces, se impone analizar cuáles son los recursos del Estado susceptibles de ser reconducidos bajo un régimen jurídico uniforme por el hecho de que sus relaciones jurídicas presentan un cierto grado de uniformidad.
El mencionado régimen jurídico previsto por la Constitución Nacional demanda el cumplimiento de los siguientes principios: a) reserva de ley, b) capacidad contributiva, c) igualdad, c) generalidad, d) no confiscatoriedad, e) proporcionalidad y f) libre circulación territorial. Todo ese conjunto de reglas dio origen a lo que Luqui denominó el “Estatuto del Contribuyente”[2].
En ese estado de cosas, el concepto debe agrupar a todos los recursos públicos que deben cumplir con las mencionadas exigencias, para ser creado con arreglo a derecho.
&. ¿Son tributarias todas las prestaciones patrimoniales coactivas? La coacción como nota aglutinante.
De consuno se dice que la contribución tributaria es aquella que se obtiene con prescindencia de la voluntad del administrado[3]. En apoyo de esa prédica, se recurre a una interpretación histórica de los antecedentes que llevaron al legislador constituyente a consagrar la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley en materia tributaria.
Sin embargo, lo cierto es que esa visión desatiende las máximas hermenéuticas que deben guiar a quien lleva a cabo una tarea de interpretación de la Constitución Nacional.
En primer lugar, el criterio soslaya innumerables supuestos que no pueden ser creados al margen del mencionado Estatuto, más allá de que no resulten susceptibles de ser requeridos de oficio por el órgano administrativo con competencia para recaudar la contribución. Es, justamente, en principio, el caso de las erogaciones vinculadas a la prestación de servicios que son inherentes a la actividad estatal.
En efecto, ya nadie pone en tela de juicio la naturaleza tributaria de los pagos realizados por la prestación de un servicio que no puede ser rehusado por un particular –v. gr. la tasa de alumbrado, barrido y limpieza–. Pero, en principio, tampoco debería renegarse de la naturaleza tributaria de una erogación realizada por un servicio que si bien se presta a instancias del administrado, únicamente puede ser organizado por el Estado, por ejemplo, la tasa de inscripción en la Inspección General de Justicia.
Debe señalarse que el mencionado criterio que desatiende la coercitividad como nota determinante de la tributación resultó plasmado en el Modelo de Código Tributario para la América Latina –MCTAL–[4], que afirma la naturaleza tributaria de las obligaciones que tienen como hecho generador la prestación efectiva o potencial de un servicio público individualizado en el contribuyente. Y corresponde agregar que esa interpretación condice con una interpretación finalista de la Constitución Nacional: porque esas actividades, en tanto imprescindibles para los administrados, llevan implícitas el principio rector de la presunción de su gratuidad, que sólo puede ser modificado mediante una ley que precise quiénes y cuándo deben sufragar dichas actividades mediante un tributo.
En sintonía con las ideas que venimos desarrollando, que se resisten a concebir a la coacción como característica de las prestaciones que deben ser sometidas al régimen de derecho constitucional tributario, debe señalarse que, desde larga data, han sido consideradas como contribuciones de naturaleza administrativa todas aquellas que, no obstante su coercitividad, han sido dispuestas al amparo de un régimen de sujeción especial. En efecto, en el caso del régimen jurídico que disciplina las contribuciones patrimoniales que deben afrontar los usuarios en concepto de la prestación de un Servicio Público, ya sea que la prestación esté en cabeza del Estado o un particular, una vez declarada la publicatio de la actividad y sentados los lineamientos generales por el Congreso de la Nación, es resorte primario del Poder Ejecutivo su organización. Y, así las cosas, al encontrarnos en el ámbito de la Administración pública, va de suyo que aquellas actividades que son comprendidas dentro del régimen resultan regladas eminentemente por disposiciones reglamentarias[5].
De igual manera, en el caso de las Rentas Parafiscales, esto es, las erogaciones a cargo de los integrantes de un sector económico, social o profesional para beneficio del mismo sector, de ordinario no guardan naturaleza tributaria, porque el deber de asociación y de financiación a la institución que emerge por voluntad del Estado resulta eminentemente regido por normas administrativas vinculadas al ejercicio de la policía administrativa.
Es el caso, por ejemplo, del aporte que deben hacer los abogados para el sostenimiento del Colegio de Abogados, organizado por la Ley Nº 23.187. Al respecto, la jurisprudencia de la Corte tiene expresado: “El Colegio Público de Abogados organizado por la Ley Nº 23.187 no es una asociación, pues la mencionada ley no contiene preceptos según los cuales la inscripción en la matrícula importe ingresar en un vínculo asociativo con los demás matriculados en la aludida entidad. Por el contrario, su naturaleza jurídica y su objeto esencial están definidos por el Artículo 17 de la ley, que le asigna el carácter de persona jurídica de derecho público, de manera que la posición del abogado frente al Colegio es la de sujeción ope legis a la autoridad pública que éste ejerce y a las obligaciones que directamente la ley le impone a aquel, sin vínculo societario alguno” –voto del Dr. Augusto César Belluscio–[6].
Esa solución jurídica determina que corresponda denominar a estas cargas económicas patrimoniales, que si bien constituyen contribuciones de las previstas por el Artículo 4º de la Constitución Nacional, con otro concepto distinto al de contribución tributaria, toda vez que su régimen jurídico no es de derecho tributario, sino que resulta regido por el derecho administrativo y su sistema de fuentes. Y, por ello, no se le aplica el bagaje de normas y principios que conforman el Estatuto del Contribuyente[7].
A la luz de las ideas expresadas, se alcanza a comprender sin hesitación alguna que no es suficiente caracterizar a una contribución como coactiva para encuadrarla dentro del régimen de derecho constitucional tributario.
En consecuencia, se vislumbra que, dejando de lado el instituto de la expropiación, en el cual se aprecia la existencia de un sacrificio especial que da origen al pago de una indemnización, las transferencias coactivas pueden tener contenido variado, y no todas ellas entran en la categoría tributaria.
En efecto, si la condición tributaria deviniera del carácter compulsivo de la carga económica, no parece sencillo afirmar sin hesitación alguna que los pagos no requeridos ex officio resulten siempre voluntarios y, por tanto, susceptibles de ser creados al margen de la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley.
En tales circunstancias, resta, así, analizar la consideración jurídica de los pagos realizados por servicios que, sin opción de ser obtenidos por vías alternativas, son solicitados por los administrados[8], porque la similitud que presentan algunos de estos casos con los supuestos de que la erogación es compulsiva convoca a reflexionar si existe alguna excepción a la inveterada regla que desecha la naturaleza tributaria de los ingresos obtenidos en razón de un pago realizado por el requerimiento de la prestación de un servicio solicitado por el particular.
En ese sentido, un sector de la doctrina pregona que las contribuciones que financian actividades inherentes del Estado son tributarias con independencia de su posibilidad de procurar su cobro de oficio por parte de la entidad prestataria del servicio. Este criterio resultó plasmado en el Modelo de Código Tributario para la América Latina –MCTAL–, que afirma la naturaleza tributaria de las obligaciones que tienen como hecho generador la prestación efectiva o potencial de un servicio público individualizado en el contribuyente.
Desde esa perspectiva, resultarían servicios públicos todos aquellos que son inherentes a la actividad estatal, es decir, aquellos que no podrían ser prestados por los particulares. Así, por ejemplo, desde esa tónica, tienen naturaleza tributaria los pagos realizados por un servicio jurídico, administrativo o jurisdiccional, de uso obligatorio, divisible y determinado en la persona o bienes del usuario y prestado por el Estado.
El fundamento esgrimido es que tales actividades son imprescindibles y no son susceptibles de ser dejadas de prestar por el Estado y, por tanto, llevan implícitas el principio rector de la presunción de su gratuidad, el que sólo puede ser modificado mediante una ley que precise quiénes y cuándo deben sufragar dichas actividades mediante un tributo.
En cambio, desde esa perspectiva, los servicios de naturaleza económica, es decir, aquellos que podrían ser prestados a priori por los particulares, no reúnen esas características y sólo son prestados por el Estado por razones de oportunidad y conveniencia .
De ese modo, podría exigirse el pago, al margen de las reglas tributarias, a título ejemplificativo, por los servicios de salud o educación, como también por las actividades industriales o comerciales que fueron sustraídas del comercio al declararse su sometimiento al Régimen de Servicio Público.
Otro sector de la doctrina, en cambio, prefiere aglutinar dentro del concepto de tributo todas las contribuciones que financian servicios legales. Desde esa perspectiva, se considera que, en la actualidad, no puede fundarse la distinción en los fines tenidos en mira por el Estado al organizar los servicios, por la dificultad que ofrece el carácter contingente de ellos. En tales circunstancias, se propone establecer como criterio de diferenciación si la relación jurídica que vincula a la entidad pública y el administrado tiene origen en una relación legal o si hay de por medio una relación contractual.
Así las cosas, recapitulando las ideas esbozadas, los ingresos tributarios no resultarían circunscriptos a los obtenidos con independencia de la voluntad del administrado, sino que resultarían comprendidos también los pagos realizados por servicios inherentes a la función estatal o que tengan su origen en un mandato legal.
Bajo tales premisas, se alcanza a vislumbrar que la coercitividad ha dejado de ser la nota aglutinante de las contribuciones tributarias. Por lo tanto, en congruencia con lo expuesto hasta aquí, ya no es menester que una contribución resulte coactiva para determinar su naturaleza tributaria. Precisamente, al referirse al caso de servicios que son inherentes al Estado o que tienen regulación legal, por distintos caminos, la doctrina acuerda que podrían existir ingresos tributarios que no resulten compulsivos. Por ejemplo, deberían considerarse tributarios los pagos realizados por los administrados cuando pretenden inscribir un acto jurídico ante una oficina de registro, porque, en el precitado caso, si bien la autoridad administrativa no resultaría habilitada a perseguir de oficio el cobro de la suma dispuesta en concepto de remuneración del servicio prestado por la oficina de registro, la contribución, en tanto financia un servicio inherente a la soberanía estatal , revistaría naturaleza tributaria[9].
En ese estado de cosas, el cometido propuesto, dirigido a determinar la naturaleza tributaria de la prestación, no se encuentra referido a su condición coactiva, sino que, antes bien, remite a ponderar la naturaleza del servicio sufragado. Deberá satisfacerse –de acuerdo a las doctrinas en boga– el principio de reserva de ley en todos los casos en que la contribución resulte vinculada a la prestación de una actividad inherente a la soberanía del Estado o cuando el vínculo que da lugar a la obligación de pago no resulte contractual.
En efecto, como ya quedó dicho, un sector importante de la doctrina postula que la contribución reviste naturaleza tributaria en tanto resulta destinada a sostener la prestación de una actividad inherente a la soberanía del Estado[10]. Por tanto, no pasó por alto que, bajo esa peculiar perspectiva, a contrario sensu, un servicio que no reúna esa condición podría ser financiado sin que resulte menester satisfacer el principio de reserva de ley, entre otros principios tributarios.
En lo vinculado a este tema, si bien se observa la posibilidad de distinguir actividades que son inherentes al Estado y otras que no lo son[11], no se alcanza a comprender por qué son más o menos compulsivas algunas prestaciones que lleva a cabo el Estado y que no pertenecen estrictamente a su soberanía. En efecto, más allá de la posibilidad de deslindar las actividades que son inherentes al Estado respecto de aquellas que son resorte primario de los particulares, lo cierto es que no se explica adecuadamente la razón por la cual se afirma que la actividad inherente al Estado puede ser financiada por una tasa para cuya aplicación se requiere el rigorismo propio de cualquier tributo, o por un precio cuando se trata de un servicio que a priori resultaría susceptible de ser organizado por un particular. Más aún, en la medida en que el parámetro que justifica tal discriminación es el grado de libertad que tiene el administrado para decidir la utilización o no del servicio, corresponde señalar lo difícil que resulta sostener tal aserto frente a la necesidad de contar con servicios elementales, como la electricidad, el gas, el agua y otros que no son monopolizados por el Estado, como la educación y la salud pública.
En consecuencia, la hipótesis que se presenta, que equipara la naturaleza de las remuneraciones enderezadas a pagar servicios obligatorios y aquellos optativos pero propios del Estado, no da cuenta de por qué razón, en las precitadas circunstancias, existe un grado menor de libertad frente a otros supuestos que involucran la prestación de servicios que, si bien pueden no resultar inherentes al Estado, son de vital importancia para el desarrollo humano.
Así las cosas, por ejemplo, no se expresa con claridad cuál es el motivo por el que existe menor libertad para la sociedad comercial que debe inscribir un determinado acto jurídico en un registro frente a un sujeto indigente que debe disponer del pago de una suma de dinero para gozar de los servicios públicos elementales que pueden no ser inherentes al Estado. Porque, parafraseando al Juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Santiago Petracchi, “no cabe olvidar que las prestaciones que el Estado, por sí o a través de sus concesionarios, pone a disposición de los usuarios de los servicios públicos constituyen formas de asistencia sin las cuales la vida diaria del hombre común en la sociedad actual es apenas concebible. Entre ellas, el transporte público constituye una de las más apremiantes para los menos pudientes que no disponen de medios de transporte propios, para quienes el subsidio no representa un privilegio o exención, sino un medio de hacer efectivo el privilegio de la igualdad proporcional en las cargas públicas. En cualquier caso, la decisión de privarlos de parte de los fondos con los que toda la comunidad, en su directo beneficio, contribuye al sostenimiento de ese servicio no puede ser tomada a la ligera y mediante eufemismos”
En tales condiciones, sólo desde una lectura ligera de la realidad podría afirmarse sin hesitaciones que la incidencia negativa sobre la esfera patrimonial y de libertades del administrado tiene mayor gravitación, por ejemplo, frente a la inscripción de un acto en un Registro Público, como lo sugiere un sector de la doctrina, que frente al ciudadano común que hace ingentes esfuerzos para llegar a fin de mes y se enfrenta a la necesidad de sufragar una suma de dinero para gozar de bienes elementales, como lo son el transporte, la energía eléctrica, el gas, etc.
Es claro que, cuanto menos, resultaría harto difícil digerir que la espada de Damocles representada por la coercitividad de la obligación tenga mayor entidad con relación al sujeto que quiere inscribir un acto jurídico respecto de aquel que, en condiciones de indigencia, pretende asistir a la escuela primaria o ser atendido ante una enfermedad terminal en un nosocomio perteneciente al Estado.
En otros términos, al abrigo de las ideas criticadas, mientras no resultaría constitucional que se disponga la creación de un arancel para la inscripción de un acto jurídico en la Inspección General de Justicia, resultaría factible, en cambio, que, por disposición administrativa, se disponga el carácter oneroso de la prestación de servicios vitales, como la atención de una parturienta o la atención de un paciente que padece una enfermedad incurable.
Entonces, debe concluirse que si en un caso la autoridad administrativa resulta impedida de disponer la creación de una obligación patrimonial y, en el otro, puede hacerlo, no lo es por el grado de compromiso que tiene para el administrado, según las circunstancias, la imposición de una suma de dinero.
En orden a tales antecedentes, estimo que tampoco resulta razonable la postura que sostiene que los pagos realizados al amparo de una relación no convencional tengan dimensión tributaria. Corresponde recordar que, según esa perspectiva, ante una contribución vinculada a la prestación de un servicio, si el pago financia una relación contractual es un precio y, en cambio, si resulta vinculada a una relación de origen legal es tributaria.
Así las cosas, el mencionado planteo llevaría a considerar que los pagos realizados en el marco de la prestación de un servicio público resultarían sustraídos del régimen de derecho administrativo. En efecto, en el caso específico de los servicios públicos, la naturaleza del vínculo forjado derredor de la prestación es regida por normas de derecho público, donde la situación del usuario del servicio no muta por el hecho de que el servicio resulte prestado directamente por el Estado o resulte delegado en cabeza de una entidad privada. Es por ello que se trata también de obligaciones ex lege.
En el caso de los mencionados servicios, las relaciones jurídicas forjadas derredor exceden el esquema que presentan los negocios jurídicos contractuales, aun cuando, de ordinario, la prestación del servicio emerge de un acto de voluntad del administrado que lo solicita. En el supuesto bajo tratamiento, cabe recordar que la situación jurídica del administrado no resulta definida por un contrato, sino que resulta configurada en esencia por las disposiciones reglamentarias que organizan las modalidades de prestación del servicio. Tanto es así que el aserto queda en evidencia a poco de que se repare en que los derechos y obligaciones del usuario preexisten al acto jurídico por el cual el administrado solicita la prestación del servicio. Inclusive algunos usuarios pueden obtenerlo en forma gratuita y sus derechos frente a la entidad prestataria no pueden ser diferentes de los que asisten al sujeto que lo abona, habida cuenta que una característica del régimen jurídico de los servicios públicos, junto a la generalidad, uniformidad y regularidad, es, precisamente, la igualdad en el trato entre todos los usuarios.
En la mencionada inteligencia ha de tenerse presente, también, la relación jurídica que mantiene un estudiante o una persona que ingresa a un nosocomio puede ser voluntaria u obligatoria según las circunstancias, pero en ningún momento puede decirse que emerge de un contrato, sino que tiene lugar dentro del marco de una relación de sujeción especial.
En ese horizonte, consideramos que la respuesta a la vexata quaestio –relativa a establecer cuándo es posible que la autoridad administrativa disponga la necesidad de sufragar por su prestación– no guarda vinculación con si el pago resulta obligatorio o facultativo, ni si es requerido en razón de un servicio inherente a la soberanía estatal o si la naturaleza del vínculo es legal o convencional.
En las citadas condiciones, nos vemos forzados en la pesquisa de nuevos elementos con entidad para cumplir el cometido propuesto al inicio: la averiguación de un concepto que sirva para reconducir bajo un régimen común a los recursos estatales que guarden condiciones homogéneas entre sí y que resulte útil para tutelar las prerrogativas públicas, necesarias para la consecución del bien común, y las garantías individuales.
&Si la coacción no es la nota aglutinante de las prestaciones tributarias, ¿cómo se verifica si una contribución es tributaria?
Ante todo, es oportuno recordar que al comienzo de nuestro trabajo, hicimos referencia al Artículo 4º de la Constitución Nacional. En el citado precepto se menciona que el Gobierno Federal provee a los gastos de la Nación con los fondos del Tesoro Nacional, entre otros ingresos, con las contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso General. En este orden de ideas, se anticipó que no todas las contribuciones con las que dispone el sector público para sufragar los gastos públicos tienen dimensión tributaria. Es menester distinguir los mecanismos financieros públicos que resultan previstos en el articulado de la Carta Magna.
&. Las contribuciones no tributarias. El caso de las relaciones de especial sujeción.
El Artículo 75, inciso 18, de la Constitución Nacional, establece que es competencia del Congreso de la Nación hacer todas las leyes que atiendan a proveer “[…] lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias y al progreso de la ilustración, dictando planes de instrucción general y universitaria, y promoviendo la industria, la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores, por leyes protectoras de estos fines y por concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo”.
En ese orden de ideas, a la luz de estas “concesiones temporales de privilegios” y “recompensas de estímulo” es que se conforma un Régimen de Sujeción Especial entre el usuario del servicio reglado bajo esas pautas y el prestador de aquel, que puede ser tanto el Estado como un particular que actúa con un título especial habilitante a tal fin.
Las contribuciones que pueden disponerse al amparo de ese régimen pueden ser facultativas o compulsivas[12], pero ello no tendrá entidad para mutar su naturaleza jurídica. En todos los supuestos comprendidos al amparo de ese régimen legal, la contribución no se rige por el bagaje jurídico forjado en torno de los principios constitucionales tributarios, sino por el sistema de derecho administrativo. Y no caben dudas que las sumas abonadas por los usuarios no dejan de ser fondos públicos porque, en definitiva, financian la ejecución de una obra o servicio público[13].
En función de lo expuesto, si bien es cierto que el Congreso debe determinar las bases de la política legislativa, también lo es que se admite una participación un tanto más activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la contribución dispuesta a la luz de ese régimen legal[14].
Con esta comprensión, y en virtud del resultado que se obtiene según lo expuesto anteriormente, cabe concluir que la aplicación de la normativa tributaria resulta supeditada a si la erogación tiene su origen en el marco de una relación de sujeción general o en el ámbito de una relación de sujeción especial.
Debe señalarse que, como regla general, las relaciones jurídicas entre el Estado y el administrado pueden dar lugar a dos clases de intervenciones, según si el sujeto actúa dentro o fuera de una organización específica. Si el individuo permanece ajeno a cualquier caso de intervención especial, justificada por un cometido específico, se halla comprendido dentro de una relación de sujeción general. Ahora bien, en la medida que se inserta, voluntaria o compulsivamente, dentro de una organización particular, resulta sometido a las reglas específicas propias de una relación de sujeción especial.
El individuo que resulta sujeto a una relación de sujeción general, como regla general, sólo puede ser incidido por una norma con rango de ley. Es el caso de las incidencias patrimoniales dispuestas al amparo de una relación de sujeción general, donde se refuerza la prohibición de una participación activa del Poder Ejecutivo en la configuración de los elementos esenciales de la obligación.
Empero, en aquellos supuestos donde el individuo forma parte de una organización específica y, por tanto, resulta sujeto a una relación de sujeción especial, no sólo puede verse incidido por una ley, sino también por el abanico de fuentes jurídicas cuya emisión resulta válida dentro de ese precitado marco.
En ese sentido, que la eventual incidencia resulte de contenido patrimonial no tiene entidad para exigir que ella sea dispuesta por una norma de especial jerarquía. En todo caso, corresponderá discernir acerca de la necesidad de una organización específica; pero creada ésta, no se la puede dejar inerte sin posibilidad de desarrollar los cometidos asignados.
Bajo tales circunstancias, el problema que se presenta consiste en dilucidar si el requerimiento tiene lugar en el marco de una relación de sujeción general o especial, según corresponda.
El interrogante se resuelve al considerar en qué casos es menester que un particular sea incidido por una ley y en qué otros supuestos de excepción podría estar alcanzado eminentemente por un reglamento administrativo.
Como regla general, la autoridad administrativa se ve impedida de incidir autoritativamente sobre la esfera de derechos y obligaciones del administrado, habida cuenta el inveterado principio constitucional según el cual la reglamentación de un derecho, como regla general, no puede tener sustrato en una disposición administrativa. Y siguiendo con esa referencia conceptual, trayendo a colación uno de los casos emblemáticos, como lo es la regulación del complejo sistema que plantea la organización de un servicio público, procede destacar que, luego de sancionada la ley que declara la sustracción de la actividad del sector privado –publicatio–, resulta competencia primaria de la Administración pública su organización en todos sus aspectos, inclusive los atinentes al modo de sufragar sus costos. Es por ello que todo lo atinente a él es susceptible de ser fijado por normas administrativas.
En efecto, la regulación de las prestaciones pecuniarias referidas a la prestación de un servicio público es resorte primario de la autoridad administrativa. Ello es así más allá de que, en el precitado marco, puedan coexistir, de un lado, prestaciones coactivas, en tanto son susceptibles de ser requeridas de oficio por la entidad pública, como, por ejemplo, la que impone el pago por la conexión a la red cloacal; y, del otro, prestaciones que, a priori, son facultativas porque dependen de la demanda del usuario. En este último caso, la obligación no es contractual, sino que la situación jurídica del usuario se haya eminentemente conformada por reglamentos administrativos, toda vez que el usuario se haya inserido dentro de la organización administrativa que plantea la prestación del servicio público. Y corresponde agregar que, si bien la obligación legal de pago es una obligación pecuniaria ex lege, su Régimen jurídico resulta sustraído de las disposiciones tributarias.
Así, en el caso del régimen jurídico que disciplina las contribuciones patrimoniales que deben afrontar los usuarios en concepto de la prestación de un servicio público, ya sea que la prestación esté en cabeza del Estado o un particular, una vez declarada la publicatio de la actividad y sentados los lineamientos generales por el Congreso de la Nación, es resorte primario del Poder Ejecutivo su organización. Y, así las cosas, al encontrarnos en el ámbito de la Administración pública, va de suyo que aquellas actividades que resultan comprendidas dentro del régimen resulten regladas eminentemente por disposiciones reglamentarias[15].
En líneas generales, el titular de una organización específica tiene competencia para hacer todo aquello que guarde relación con el fin institucional asignado. Así, entre otras atribuciones, podrá imponer determinadas exigencias a los administrados que resulten vinculados de manera especial con aquella. Dentro de aquellas exigencias reglamentarias puede encontrase, según los casos, la obligación de pagar una suma de dinero, en carácter de “derecho”, “carga”, “cargo”, “canon”, “peaje”, “tarifa” –por derivación–, “sellado” –por derivación–, “pasaje”, “portazgo”, “arancel”, etc.
Todo ello pone de manifiesto el error en que se incurre habitualmente cuando la doctrina considera que las contribuciones patrimoniales resultarían susceptibles de ser reconducidas en dos grandes grupos. De un lado, las obligaciones ex lege, que deberían ser creadas al amparo del sistema tributario, y, del otro, las obligaciones que, al emerger de un acto voluntario, deberían ser consideradas contractuales.
Esa solución jurídica determina que corresponda denominar a esta carga económica patrimonial, que si bien es una contribución de las previstas por el Artículo 4º de la Constitución Nacional, con otro concepto distinto al de contribución tributaria, porque su régimen jurídico no es de derecho tributario, sino que resulta regido por el derecho administrativo y su sistema de fuentes. Y, por ello, no se le aplica el bagaje de normas y principios que conforman el denominado Estatuto del Contribuyente.
Asimismo, corresponde insistir que estas contribuciones establecidas al amparo de un Régimen de Sujeción Especial no son recursos contractuales, son obligaciones ex lege, pero no siendo susceptibles de ser reconducidas bajo un régimen jurídico unívoco con relación a los ingresos tributarios, resultan sustraídos de él[16]. En efecto, si la esencia misma de esta clase de contribuciones consiste en una obligación ex lege regida por el derecho público, deberá guardar coherencia con el conjunto de normas y principios constitucionales que rigen las obligaciones ius publicas. En particular, deberá cumplir con el principio de razonabilidad y competencia. Y resultará aplicable aquí el universo jurídico forjado en torno de los límites de la competencia reglamentaria administrativa.
La carga debe ser razonable, tanto en lo que respecta a la ocasión que la justifica como en su monto, que debe ser por naturaleza reducido, sin que resulte imprescindible que, en la totalidad de lo pagado por los administrados, se sostenga totalmente el presupuesto de gastos de la unidad administrativa o la totalidad de sus costos de funcionamiento. Precisamente puede haber, y normalmente la hay –no necesariamente en el caso de las concesiones viales–, una concurrencia entre las contribuciones tributarias con estas cargas específicas, aunque habitualmente con mayor incidencia de las primeras. En sentido inverso, tampoco guarda relevancia alguna si la cuantía de la obligación supera el precio del costo del servicio, habida cuenta que la obligación resulta regida por el derecho público, aunque sustraída del Régimen Tributario, y, por tanto, puede ser ajustada no sólo en base a criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia distributiva .
En ese sentido, desechada la naturaleza contractual del vínculo, ello tampoco lleva a considerar que lo abonado en concepto de un servicio público revista naturaleza tributaria, habida cuenta que estamos en presencia de un recurso público administrativo con fuente en los Artículos 75, inc. 18 in fine, 99, incisos 1º y 2º, 100, incisos 1º y 2º y 103, de la Constitución Nacional, según el régimen eventualmente establecido por el Congreso Federal[17].
En consecuencia, se trata de una institución típicamente administrativa, regida –en el ámbito de la función administrativa– por el derecho administrativo, sin perjuicio de que pueda preverse la aplicación supletoria de determinadas disposiciones del derecho tributario y/o del derecho civil y de las pertinentes reglas de la aplicación analógica de otras disposiciones del ordenamiento normativo, especialmente, de aquellas dos ramas del mismo. Porque el fundamento de la erogación subyace en un régimen jurídico especial, distinto del vínculo de sujeción general existente entre el Estado y los administrados, habida cuenta que la situación jurídica del usuario con el Estado y/o con el concesionario al cual pudo otorgarse la explotación de un servicio público resulta reglada eminentemente por un reglamento administrativo autónomo[18]. Es por ello que los derechos y obligaciones de los responsables obligados al pago no emerge del poder de imposición que asiste al Congreso de la Nación con arreglo a los Artículos 17, 75 inciso 2º, de la Constitución Nacional, sino de la facultad inherente al Poder Ejecutivo de organizar un servicio público, institución típicamente administrativa, como responsable y jefe político de la Administración.
De igual manera, en el caso de las Rentas Parafiscales, esto es, las erogaciones a cargo de los integrantes de un sector económico, social o profesional para beneficio del mismo sector, de ordinario, no guardan naturaleza tributaria porque el deber de asociación y de financiación a la institución que emerge por voluntad del Estado resulta eminentemente regido por normas administrativas vinculadas al ejercicio de la policía administrativa.
De otro lado, con esa misma comprensión, también puede explicarse por qué algunas eventuales contribuciones, si bien no son compulsivas, no pueden ser creadas al margen del Estatuto del Contribuyente, en tanto resultan comprendidas dentro del marco de una relación de sujeción general. Por ejemplo, en el caso de la salud y la educación pública, si bien son actividades que no son inherentes a la soberanía del Estado, no podría exigírsele a los administrados erogación alguna al margen de las reglas tributarias. Por cierto, la doctrina tributaria que ciñe la condición tributaria de que se verifique la prestación de un servicio inherente a la soberanía estatal no podrá encontrar una respuesta al interrogante formulado.
Es por ello que volvemos a insistir en que, dejando de lado el instituto de la expropiación, en el cual se aprecia la existencia de un sacrificio especial que da origen al pago de una indemnización, las transferencias coactivas pueden tener contenido variado, y no todas ellas entran en la categoría tributaria.
En esa inteligencia superadora, las obligaciones patrimoniales regidas por el derecho público sólo tienen dimensión tributaria si tienen que ser soportadas por un administrado cuya situación jurídica no puede ser reglada por disposiciones que pueden tener sustrato administrativo. En nuestro medio, procede subrayarlo, sólo en casos esporádicos la autoridad administrativa puede disponer la creación de obligaciones. La Corte Suprema ha expresado que “toda nuestra organización política y civil reposa en la ley. Los derechos y obligaciones de los habitantes así como las penas de cualquier clase que sean sólo existen en virtud de sanciones legislativas y el Poder Ejecutivo no puede crearlas ni el Poder Judicial aplicarlas si falta la ley que las establezca”[19]. Y cabe agregar que, en esa misma sintonía, se expresó la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva Nº 6/1986, interpretativa del Artículo 30 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos[20].
En ese horizonte, la necesidad de preservar el Principio de Legalidad plantea la disyuntiva en orden a determinar bajo qué circunstancias es admisible el ejercicio de una actividad normativa del Poder Ejecutivo. Lo que significa, en otras palabras, dilucidar bajo qué condiciones puede la Administración modificar la esfera de derechos y obligaciones de los administrados.
En ese orden de ideas, procede señalar que la materia tributaria no se presenta como un ámbito propicio para despejar el interrogante. La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación es tajante con relación a la posibilidad de que el Poder Ejecutivo participe activamente en la configuración de la obligación tributaria. Y cabe agregar que la prohibición se extiende a los casos en que la Constitución admite a título excepcional que el Presidente de la Nación asuma el ejercicio de atribuciones legislativas –decretos de necesidad y urgencia y decretos delegados–[21] .
En efecto, la doctrina del Cimero Tribunal es categórica en cuanto a que “los principios y preceptos constitucionales prohíben a otro Poder que el Legislativo el establecimiento de impuestos, contribuciones y tasas”[22]; y, concordemente con ello, ha afirmado que ninguna carga tributaria puede ser exigible sin la preexistencia de una disposición legal encuadrada dentro de los preceptos y recaudos constitucionales, esto es, válidamente creada por el único poder del Estado investido de tales atribuciones[23].
El Alto Tribunal también ha establecido en numerosos precedentes que el Poder Ejecutivo no puede por vía de reglamentación establecer o extender los impuestos a distintos objetos que a los expresamente previstos en las leyes. Empero, cabe señalarlo, la Corte consideró válidas las delegaciones efectuadas respecto del elemento cuantificante de la obligación tributaria. Así, por ejemplo, resolvió que la delegación efectuada por la Ley Nº 22.424 en el Poder Ejecutivo Nacional, facultándolo a establecer, modificar y adecuar el monto del peaje, resulta pertinente, pues las cambiantes circunstancias que determinan aquel impiden que su fijación quede sometida a las dilaciones propias del trámite parlamentario, y autorizan, por ello, a dejar dicha facultad en manos del Poder Ejecutivo[24].
Bajo las premisas establecidas por el Alto Tribunal, ningún acto administrativo tiene entidad para crear válidamente una carga tributaria ni definir o modificar, sin sustento legal, los elementos esenciales de un tributo[25].
Es por ello que, ab initio, no existe en el campo tributario la incertidumbre planteada por la opinión del Juez Marshall, recogida por la Corte Suprema en el caso “Delfino”, cuando sostenía que no había sido trazada de modo definitivo la línea que separa los importantes asuntos que deben ser regulados por el Congreso de aquellos de menor interés, acerca de los cuales se acepta como suficiente que resulten reglados a través de una provisión general, en cuyo marco se otorga facultad o poder a los que deben cumplidos bajo tal general provisión para encontrar los detalles pertinentes que complementen la eficacia del sistema normativo[26].
Ello, así, habida cuenta de que el Poder Legislativo es el único Poder del Estado investido de la atribución para crear la obligación tributaria, de conformidad con los Artículos 4º, 17, 52 y 75 de la Constitución Nacional[27].
En efecto, la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley en la materia tributaria[28] determina que bajo circunstancia alguna pueden avasallarse las competencias constitucionales de la Legislatura o ésta abdicar la potestad tributaria normativa que le pertenece con carácter exclusivo y excluyente.
En armonía con la anterior línea de pensamiento se ha expresado el catedrático de la Universidad de Barcelona Doctor José Juan Ferreiro Lapatza, al criticar, en términos enfáticos, los reglamentos en materia tributaria sustantiva, señalando: “Hemos dicho muchas veces que, respecto a los elementos esenciales del tributo ya regulados por la ley, el mejor reglamento es el que no existe. Pues, respecto a ello, y salvo llamada expresa de la propia norma legal, el reglamento nada puede decir, nada debe aclarar, precisar o interpretar, pues ya es sabido que toda interpretación llevada a cabo a través de una norma reglamentaria encierra una cierta voluntad innovadora. La norma reglamentaria que regula, por ejemplo, el hecho imponible de un tributo, o bien, es inútil porque se limita a repetir el texto de la ley, o bien, es nula por decir algo distinto a lo que la ley ha dicho”[29].
También Casas, reconocido especialista en derecho tributario, adscribe a una posición estricta que ciñe la potestad tributaria normativa al órgano legislativo, depositario de la voluntad general en nuestra República, y que concreta en términos prácticos el principio de autoimposición –en donde el pueblo, a través de sus representantes, se tributa a sí mismo–, superando el estadio histórico multisecular del consentimiento a los pedidos financieros reales tratados en las Cortes, los Parlamentos o los Estados Generales y descartando, por ende, la posibilidad de que los restantes poderes públicos puedan instituir prestaciones patrimoniales coactivas[30].
En prieta síntesis, corresponde distinguir las implicancias que derivan de la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley de las potestades jurígenas que le asisten al Poder Ejecutivo en nuestro sistema institucional. En primer lugar, corresponde señalar que el principio de reserva de ley no debe ser confundido con el principio de legalidad. En ese entendimiento, procede señalar que si bien, como regla general, ninguna incidencia en la esfera jurídica del administrado puede producirse sin cobertura legal, únicamente en el marco de las relaciones jurídicas tributarias es resorte exclusivo del legislador tal atribución. En efecto, el principio de reserva consiste en una regla relativa a la competencia y legitimación para intervenir en los procedimientos de producción normativa[31].
Esto más allá de que, según una opinión generalizada, si bien es cierto que sólo el Congreso Nacional impone las contribuciones expresadas en el Artículo 4°, no lo es menos que una interpretación sistemática de la Constitución permite inferir que no todas ellas tienen naturaleza tributaria. Tal como se vio, algunas contribuciones permiten ser regladas con arreglo al sistema de fuentes que rige el derecho administrativo.
En ese estado de cosas, sólo las contribuciones tributarias deben ser creadas en exclusividad por el legislador, en razón de lo dispuesto por el Artículo 17 de la Constitución Nacional y los antecedentes históricos que motivaron esa disposición.
Es por ello que la prohibición de la delegación legislativa en materia tributaria se mantiene incólume, no obstante que la reforma constitucional de 1994 no la haya prohibido expresamente cuando media una situación de emergencia pública.
De igual modo, cabe señalar que el Artículo 99, inciso 3º, de la Constitución Nacional, en cuanto se refiere a que resulta prohibido el dictado de decretos de necesidad y urgencia en materia tributaria, no agrega ni quita nada. El legislador constituyente no resultaba autorizado a reformar parte alguna de la Constitución que guardare vinculación con las garantías que integran el Estatuto del Contribuyente.
En cuanto a cuál es el rol que deben cumplir los reglamentos-decretos del Poder Ejecutivo en materia tributaria, en principio, deben ser siempre y solamente un complemento ineludible de la ley y deben reglar todo lo indispensable para asegurar la correcta aplicación y total efectividad de la ley, pero no pueden incluir más que lo estrictamente indispensable para esos fines. Es por ello que las normas reglamentarias de desarrollo de un texto legal no pueden, en ningún caso, limitar los derechos, las facultades, ni las posibilidades de actuación contenidas en la ley misma.
En esta línea de pensamiento se inscriben las decisiones de la Corte Suprema, que, ante el rechazo formulado por el organismo recaudador de cesiones de créditos fiscales del impuesto al valor agregado, que aquel fundó en la falta de reglamentación general, consideraron que, toda vez que las previsiones contenidas en la ley del gravamen otorgaban sustento suficiente a la pretensión de la actora, resultaba “carente de toda lógica la tesis del organismo recaudador, en tanto importa soslayar y convertir en letra muerta la disposición legal que establece la opción de los contribuyentes de transferir saldos a terceros”[32].
El alcance del principio de legalidad en materia tributaria ha sido objeto de una extensa serie de fallos del Tribunal Supremo de nuestro país.
La Corte Suprema de Justicia dijo: “[…] entre los principios generales que predominan en el régimen representativo republicano de gobierno ninguno existe más esencial a su naturaleza y objeto que la facultad atribuida a los representantes del pueblo para crear las contribuciones necesarias para la existencia del Estado […] nada exterioriza más la posesión de la plena soberanía que el ejercicio de aquella facultad, ya que la libre disposición de lo propio, tanto en lo particular como en lo público, es el rasgo más saliente de la libertad civil […]”[33].
Asimismo, el Tribunal Cimero consignó que el principio de legalidad alcanza y es aplicable a los tributos provinciales, y que ninguna carga tributaria puede ser exigible sin la preexistencia de una disposición legal encuadrada dentro de los preceptos y recaudos constitucionales, esto es, válidamente creada por el único poder del Estado investido de tales atribuciones, según la Constitución Nacional[34]. En efecto, en un antiguo caso en el que se cuestionó la constitucionalidad de un tributo –derecho de inspección– creado por decreto del Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires, alegando la facultad de reglamentación de una ley provincial que no establecía gravamen alguno de ese tipo, el Alto Tribunal estableció: “[…] entre los principios generales que predominan en el régimen representativo republicano de gobierno ninguno existe más esencial a su naturaleza y objeto que la facultad atribuida a los representantes del pueblo para crear las contribuciones necesarias para la existencia del Estado”[35].
El principio de legalidad, así enmarcado, impide la aplicación analógica de las leyes. En derecho tributario, al igual que en derecho penal, no existen lagunas normativas, pues se trata de un cuerpo cerrado de normas donde el tributo se encuentra, o no, establecido: si el impuesto o la tasa no se encuentra especialmente determinado para una actividad específica, no se le puede aplicar un impuesto correspondiente a otra actividad que esté gravada, aun cuando ambas actividades puedan resultar semejantes. La presunción es que el legislador lo que no gravó lo previó y lo excluyó a sabiendas de la imposición[36]. En otro caso más reciente se cuestionó la constitucionalidad de un decreto que incrementó la alícuota establecida en la Ley del Impuesto a los Capitales, llevándola del 1,5% al 3%, al considerar que la tesitura del organismo recaudador, según la cuál establecida la política legislativa el Poder Ejecutivo podía introducir cuestiones no previstas, llevaría a la absurda consecuencia de suponer que, una vez establecido un gravamen por el Congreso de la Nación, los elementos sustanciales de aquel definidos por la ley podrían ser alterados a su arbitrio por otro de los Poderes del gobierno, con lo que se desvirtuaría la raíz histórica de la mencionada garantía constitucional y se la vaciaría de buena parte de su contenido útil[37] .
En tales circunstancias, parece ser que en el campo tributario, la potestad reglamentaria resulta acotada a reglar detalles y pormenores que hacen a la actividad de recaudación, pero no puede introducir modificación esencial alguna sobre el statu quo del contribuyente.
Como señaló Jarach, en el campo tributario, “la facultad reglamentaria sirve para aclarar algunos conceptos cuando las definiciones legales no son claras o para especificar los principios en diferentes casos, pero cuando falta el concepto y no ha sido definido normativamente en la misma ley no se puede encargar al Poder Ejecutivo que defina el concepto legal en que está contenido el hecho imponible, porque esto es lo mismo que decir que el Poder Ejecutivo expresará sobre qué se aplica el impuesto y esto evidentemente viola el principio de legalidad en su propia esencia”[38].
Es por ello que sólo la ley puede: a) definir el hecho imponible, b) indicar el contribuyente, c) determinar la base imponible, d) fijar la alícuota o monto del tributo, e) establecer exenciones y reducciones, y f) tipificar las infracciones y establecer las respectivas penalidades.
La prohibición legal, inclusive, se proyecta a los supuestos de excepción que la Constitución autoriza al Poder Ejecutivo a reglar por decreto competencias que, de ordinario, son resorte del Poder Legislativo.
En efecto, en la materia que nos convoca, resulta excluida tanto la posibilidad de dictar decretos de necesidad y urgencia como decretos delegados. En el primer caso, la prohibición es elocuente y resulta expresada con toda claridad en el Artículo 99 inc. 3º; en cambio, en el caso de los decretos delegados, la prohibición surge de una interpretación histórica y sistemática de la Carta Magna.
En ese estado de cosas, no debe olvidarse que el legislador constituyente carecía de competencia para reformar artículo alguno de la primera parte de la Constitución Nacional y, en ese sentido, la vigencia irrestricta del principio de reserva de ley expresada en el Artículo 17 de la Carta Fundamental debe mantenerse sin alteración alguna.
En ese orden de ideas, cabe recordar que ante los agravios esgrimidos por el Fisco Nacional en el citado caso “La Bellaca” –en el que se trataba acerca de un decreto que disponía la elevación de la alícuota del impuesto a los capitales, invocando razones de necesidad y urgencia–, la Corte Suprema consignó que, como lo señaló en el caso “Video Club Dreams”, aun cuando en el precedente “Peralta Arsenio” reconoció la validez de una norma de ese tipo, indicó en el Considerando 22: “[…] en materia económica las inquietudes de los constituyentes se asentaron en temas como la obligada participación del Poder Legislativo en la imposición de contribuciones –Artículo 67, inc. 2º–, consustanciada con la forma republicana de gobierno”; adelantándose, de tal modo, una conclusión que resultó luego corroborada por esa reforma constitucional, toda vez que, si bien el Artículo 99 contempla la posibilidad de que el Poder Ejecutivo dicte decretos por razones de necesidad y urgencia, prohíbe en el inciso 3º el ejercicio de tal facultad en materia tributaria.
En cambio, de ordinario, en los ámbitos donde no impera la mencionada regla de competencia, como lo ha admitido la Corte, las facultades de reglamentación que confiere el Artículo 99, inciso 2º, de la Constitución Nacional habilitan para establecer condiciones o requisitos, limitaciones o distinciones que, aun cuando no hayan sido contemplados por el legislador de una manera expresa, cuando se ajustan al espíritu de la norma reglamentaria o sirven razonablemente a la finalidad esencial que ella persigue son parte integrante de la ley reglamentada y tienen la misma validez y eficacia que ésta[39] .
De allí que, como regla general, la competencia jurígena de la Administración le permite integrar el mandato legislativo en la medida que no desnaturalice su contenido al reglamentar la ley.
Coherente con lo expuesto, resulta, así, que el principio de reserva de ley no debe ser confundido con el principio de legalidad administrativa. El primero refiere a la atribución indelegable del Congreso de establecer la obligación tributaria. El segundo alude a la necesidad de una cobertura legal suficiente para que se produzca una injerencia sobre el statu quo del administrado.
En ese estado de cosas, resulta fácil advertir que, con arreglo al Principio de Reserva de Ley, la actividad jurígena del Presidente de la Nación resulta cuasi prohibida. En cambio, sin que pueda dar lugar, en principio, a objeciones de carácter constitucional, en los ámbitos donde rige el principio de legalidad, la Administración pública puede ejercer potestades normativas, en tanto cuente con una autorización legal suficiente. Con tal sustento puede establecer condiciones, requisitos, limitaciones o distinciones que, aun cuando no hayan sido contempladas por el legislador de una manera expresa, cuando se ajustan al espíritu de la norma reglamentada o sirven razonablemente a la finalidad esencial que ella persigue son parte integrante de la ley reglamentada y tienen la misma validez y eficacia que la propia ley[40].
En definitiva, la única fuente válida para crear derecho en el ámbito de las relaciones tributarias es la ley y, en cambio, en otros terrenos donde le incumbe participar a una entidad pública también lo son, por ejemplo, los reglamentos administrativos. En ese sentido, es una doctrina inveterada de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que el único poder investido de la atribución de crear cargas tributarias es el Congreso de la Nación[41].
Es por ello que la validez de la carga tributaria resulta supeditada a que por ley resulten establecidos los elementos sustanciales de la obligación tributaria[42].
En cuanto a la irretroactividad y la necesidad de que las leyes tributarias sean anteriores a los hechos imponibles a los cuales habrán de aplicarse, constituye, tal como lo predicamos, una garantía implícita resultante de los Artículos 1°, 14, 17, 28 y 33 de la Constitución Nacional.
Ahora bien, la premisa anterior, según la cual ningún elemento esencial de la obligación tributaria puede ser establecido por una orden administrativa, no resuelve la vexata quaestio de cuándo una obligación es tributaria y, en consecuencia, cuándo le es aplicable la regla liminar que impide al Poder Ejecutivo Nacional una participación normativa en asuntos de esa índole.
En ese orden de ideas, desde nuestro punto de vista, no tienen carácter tributario los ingresos en dinero exigidos al amparo de una relación de especial sujeción, ni al amparo de un fin extrafiscal.
Ante todo procede recordar que la interpretación de la Constitución Nacional debe hacerse de manera que sus limitaciones no lleguen a trabar el eficaz ejercicio de los poderes atribuidos al Estado a efectos del cumplimiento de sus fines del modo más beneficioso para la comunidad[43].
En ese sentido, una nota original de nuestra Carta Magna es la posibilidad que asiste a los órganos administrativos de emitir normas generales y abstractas con efectos jurídicos directos sobre los administrados en aquellas materias no reservadas al legislador. Entre éstas cabe destacar por su importancia cuantitativa y cualitativa a las reglamentaciones de organización interna del órgano o ente reglamentador, las destinadas a reglar el proceso de toma de decisión de los órganos o entes correspondientes y las que se refieren al amplio y trascendente sector de la policía y regulación administrativa como ejercicio de la justicia general desde la perspectiva de su fuerza creadora del orden público.
Sobre esos asuntos el Poder Ejecutivo puede disponer sobre la esfera de los derechos y obligaciones de los administrados e inclusive, porque no existe una norma que lo prohíba expresamente, disponer incidencias que recaigan sobre el patrimonio de los administrados.
Las relaciones jurídicas que surgen del ejercicio de ese Poder de Imposición reconocido por la Constitución Nacional pueden ser caracterizadas como Relaciones de Especial Sujeción. Y debe precisarse que la mentada identificación no obedece a considerarlas como nacidas fuera del orden jurídico, sino que son así ponderadas en función del principio general asentado de que sólo la ley puede ser fuente creadora de obligaciones[44].
En orden a ello, puede vislumbrarse que, si bien es cierto que, a tenor de la interpretación de la Corte Suprema, es menester como regla general que cualquier disposición patrimonial resulte requerida al amparo del ejercicio de las potestades legislativas atribuidas en los Artículos 17 y 75, inciso 2º, de la Constitución Nacional, no lo es menos que cuando la prestación tiene sustrato en un marco regulatorio especial –como podría ser aquel que ordena la prestación de un servicio público, donde las relaciones resultan concertadas bajo el derecho administrativo– la Administración resulta sometida a otro sistema de fuentes que el que rige las relaciones tributarias.
VII. Conclusión: el concepto de tributo.
En razón de lo expuesto, una contribución resultará sometida al derecho tributario si cumple con las siguientes condiciones:
a) Debe tratarse de una prestación pecuniariamente valorable en dinero o especie, que se exige en el marco de una relación de sujeción general. Así, quedan sustraídos del régimen de derecho tributario los ámbitos donde el administrado actúa dentro de un marco de Sujeción Especial, ya sea que el vínculo con la entidad pública resulte compulsivo o provenga del voluntario sometimiento del administrado.
En efecto, la relación jurídica administrativa puede ser estudiada desde muchas perspectivas, entre ellas, la de la organización. El individuo puede, así, ser contemplado como un sujeto “ajeno” aunque actual o potencialmente vinculado con la organización, o considerado como un sujeto que, para el cumplimiento de sus fines, debe “incardinarse” dentro de la organización y someterse, así, a su ordenamiento específico. En el primer caso, el individuo será el sujeto contemplado por las normas de diversa jerarquía como titular de determinados derechos –los de los Artículos 14, 14 bis, 17 y 18 de la Constitución Nacional, entre otros– que el Gobierno deberá proteger, por ejemplo, con su legislación penal, con su policía de seguridad, o bien, será considerado como ciudadano titular de determinados derechos políticos a los que habrá que honrar con la legislación electoral y de partidos políticos, con las estructuras gubernamentales al servicio del sistema republicano representativo, o como nacional, y así será defendido por las fuerzas armadas y todo el sistema de defensa, o como creyente, y le será facilitado la práctica del culto, o como trabajador, comerciante, industrial, estudiante, madre o padre de familia, con los derechos propios de tales categorías y las prestaciones estatales a su servicio en un régimen de “libertad ordenada” , etc. También, como para todo lo anterior, y tanto más, la organización-gobierno precisa de recursos económicos, el individuo será considerado como contribuyente y sometido a la legislación identificada, tradicional y comúnmente, como “tributaria”, como así también a la actividad pública destinada a poner en práctica tal legislación. En aquellos casos donde el individuo es considerado desde la perspectiva de su relación genérica con la organización, sus obligaciones tributarias lo alcanzan según su identificación con el hecho, monto, circunstancia “imponible” y en la medida, valor o proporción que se establezca, todo lo cual debe ser previsto por la ley formal del Congreso, según el principio tradicionalmente denominado “de reserva de ley”.
Ahora bien, como vimos, hay otras maneras de vincularse con la organización, maneras más concretas, individualizadas y específicas que aquellas genéricas. Eso ocurre cuando el individuo tiene frente a él una necesidad o un interés personalizado. Exige una determinada prestación de la organización en su propio interés personal, aun cuando ese interés haya sido generado por, a su vez, exigencias de la misma organización. Precisamente, como el interés, y la prestación destinada a satisfacerlo, es específico, es común –por más conveniente, aunque no imprescindible– que la organización encomiende a una organización menor pero perteneciente a aquella –una suborganización, reparto, dependencia, ente descentralizado– el cumplimiento de la prestación en cuestión.
Mayormente, nos hallamos aquí en el ámbito de la Administración pública y sus múltiples sectores organizativos y, entonces, estamos dentro del ámbito de aquellas actividades heterogéneas no establecidas como competencia exclusiva del Poder Legislativo –sin perjuicio de las competencias legislativas del Presidente de la Nación en cuanto “jefe supremo de la Nación” y “jefe del gobierno”, Artículo 99.1 de la Constitución Nacional– o improrrogables e indelegables del Poder Judicial. Estas actividades, o cometidos o “competencias” integran las que la Constitución denomina como “administración general del país” –cfr. Artículos 99.1 y 100.1 de la Constitución Nacional–, o bien, “régimen administrativo” –Artículo103 de la Constitución Nacional– o “negocios de la Nación” –Artículos 100 y 104 de la Constitución Nacional–; son realizadas en una compleja organización que, en su faz ejecutiva o de realización, va desde el vértice ocupado por el Jefe de Gabinete de Ministros, los “departamentos” o ministerios y los entes descentralizados de variada naturaleza y régimen jurídico que conforman el “sector público” según el Artículo 8º de la Ley Nº 24.156 de Administración Financiera.
Estas suborganizaciones –llamémoslas organizaciones, por razones de simplicidad– cumplen los cometidos públicos que les fueron asignados en competencia por el ordenamiento. En la mayoría de los casos, también esos cometidos serán “prestacionales específicos”, en el sentido que se encontrarán destinados a satisfacer intereses específicos de los individuos, que así podemos considerarlos en su veste de “administrados”. Para obtener la satisfacción de tales intereses, los administrados –aun cuando se trate de derechos garantizados por la Constitución– deberán cumplir con determinadas exigencias legales o reglamentarias. Ciertamente, podrán ser establecidas por el Congreso de acuerdo con los Artículos 14 y 75.32 de la Constitución Nacional, pero también, de no tratarse de una competencia exclusiva del Congreso, por el Presidente de la Nación –Artículos 99.1 y 2º de la Constitución Nacional–, por el Jefe de Gabinete –Artículo 100.2 de la Constitución Nacional–, por los demás ministros –Artículo 103 de la Constitución Nacional– o por los órganos o entes a los que la norma correspondiente, legal o reglamentaria, según los casos, les haya otorgado competencia para ello –también por vía de delegación administrativa, por supuesto–.
Dentro de aquellas exigencias reglamentarias puede encontrase, según los casos, la obligación de pagar una suma de dinero, en carácter de “derecho”, “carga”, “cargo”, “canon”, “peaje”, “tarifa” –por derivación–, “sellado” –por derivación–, “pasaje”, “portazgo”, “arancel”, etc.
Podemos denominar aquellas obligaciones, de manera general, “cargas económicas administrativas”. “Cargas”, porque suponen el cumplimiento de un requisito destinado a la satisfacción de un interés propio y exclusivo, que no tiene el carácter de contraprestación, sino de una obligación nacida de la competencia de la organización prestataria. “Económicas”, por su contenido material en dinero, diferenciándose, así, de otro tipo de cargas personales. “Administrativas”, porque deben ser cumplidas en el seno de una organización administrativa competente para realizar una actividad del mismo tipo. Para su consideración como tales no interesa que ingresen directamente al patrimonio de un sujeto público –sin perjuicio de los regímenes de “caja única” o de “fondo unificado” previstos por el Artículo 80 de la Ley Nº 24.156– o del sujeto privado delegado de la administración en la gestión del cometido administrativo, como es el caso del concesionario. No se trata esta de una cuestión sustancial, carácter que sólo tiene la competencia para crear el recurso y su destino.
Estas “cargas” son también “recursos públicos”, ya que se encuentran destinados a satisfacer, total o parcialmente, los gastos de determinadas actividades u organizaciones públicas, pero ajenas a la materia tributaria por tener una naturaleza y finalidad distinta que aquella, según lo hemos visto.
Existen casos en los que el administrado debe pagar un “precio”, resultante de un contrato, pero ello ocurre cuando la Administración o sus entes, empresarios o no, venden o realizan otro tipo de negocios sobre determinados bienes que no son específicamente públicos, pero que la Administración ha decidido producirlos –en el caso de los bienes producidos por sus empresas comerciales o industriales– o de los bienes que la Administración haya decidido desprenderse.
Pero si estamos dentro del ámbito de la actuación materialmente administrativa, como el de la construcción y uso de los caminos, estaremos también frente a las prestaciones específicas que satisfacen intereses de esa clase de los administrados. En estos casos, hay entre la Administración –o quien cumpla con el cometido administrativo, por ejemplo, el concesionario de la obra pública, o del servicio público o de cualquier otro cometido delegado en los privados– y los administrados una “relación organizativa específica”, dentro de la cual puede estar reglamentariamente establecida la obligación del administrado interesado de pagar una suma de dinero determinada, de la misma manera que se le puede exigir un mínimo o un máximo de edad, o nacionalidad, o profesión, o género, etc.
Nos referimos a una “relación organizativa específica” porque el administrado, además de ser miembro de aquella organización indiferenciada general a la que nos hemos referido más arriba, pasa a ser –en la medida y por el tiempo necesario para satisfacer su interés específico– un elemento subjetivo de la misma organización, como lo es el litigante judicial en su calidad de “parte”, o el administrado que tramita o ya forma parte de un registro, o de una práctica de habilitación o permiso, o el “paciente” de un hospital público, o el “alumno” de un colegio primario o secundario, o el “estudiante” miembro de la comunidad universitaria, o el “usuario” de un servicio público o de una obra pública, etc.
En tales casos, se advierte la vigencia de un ordenamiento específico al que el administrado debe sujetarse específicamente si desea satisfacer su interés por ese medio, que en muchos casos será el único posible. Dentro de ese conjunto de derechos y deberes propios de tal ordenamiento particular, podremos tener también la obligación o, quizás mejor, la carga de pagar una suma de dinero.
Claro que esa suma de dinero no puede jugar como contrapartida por la prestación pública, toda vez que admite excepciones justificadas y no discriminatorias, habitualmente no guardando relación con el costo público de cada prestación, ni con el costo global de la organización. Suele ser sostenida en su mayor parte por los impuestos resultantes de la relación organizativa general, por el Tesoro, tal como sucede con la seguridad –aunque paguemos un cargo por el pasaporte, la cédula de identidad, el certificado de domicilio, etc.–, la salubridad –aunque haya que pagar un cargo o arancel hospitalario–, etc. En otros casos, habrá una “ayuda” o “subsidio” por parte del Tesoro, como en el caso de ciertos transportes públicos o de determinados servicios públicos. O, en lo que aquí nos interesa, podrá estar referida al costo integral de la obra y de su administración, salvo que lleve a las tarifas de peaje a un valor que la Administración considere superior al “valor económico medio” tolerable en el orden macroeconómico y, entonces, la concesión se llevará a cabo bajo la modalidad de “subsidiada”.
¿Cuál es el límite de las reglamentaciones que pueden ser impuestas al administrado en la relación organizativa especial? Primero, el respeto y garantía de la sustancia de los derechos reconocidos en la Constitución y los tratados constitucionales; segundo, los límites impuestos por la norma que le asigna la competencia organizativa material –y por tanto reglamentaria– del “departamento” específico de que se trate. La norma atributiva de competencia podrá emanar del Congreso o del Presidente, o bien, del Jefe de Gabinete o de los ministros “ordinarios”, según los casos.
En la hipótesis que nos interesa, aquella norma emana del Congreso, ya que el derecho de un administrado de percibir e ingresar a su patrimonio este tipo de “cargos” por parte de otros administrados sólo puede estar originado en las “concesiones temporales de privilegio” sobre las que el Congreso debe legislar –Artículo 75 inc. 18 de la Constitución Nacional–, como lo ha hecho con las Leyes Nros. 17.520 y 23.696. Por tanto, la ley debe establecer el régimen jurídico de la concesión y, dentro de aquel, las competencias del Poder Ejecutivo y de otras autoridades administrativas. Dentro de tales competencias, también la de fijar tarifas de peaje relacionadas con el costo de la obra y de su administración. Por otro lado, en la Ley de presupuesto el Congreso valorará los recursos que ingresarán al Tesoro si la concesión fuese “onerosa”, o autorizará los aportes en beneficio del concesionario si fuese “subvencionada”.
En el caso de las cargas propias de la “relación organizativa específica”, no es de aplicación el “principio de reserva de ley” porque, a diferencia de lo expresado por la Corte Suprema en “Arenera”[45] –donde se acercó, pero no llegó a contemplar la totalidad de este fenómeno jurídico– no estamos estrictamente dentro del supuesto de las contribuciones tributarias del Artículo 17 de la Constitución Nacional.
Como hemos visto, el “individuo-contribuyente” se encuentra vinculado a su comunidad nacional por una relación que hemos denominado “organizativa general”. Ésta le genera diversos derechos y obligaciones, dentro de estas últimas la de participar en el sostenimiento económico de la organización-gobierno de manera forzada, indiferenciada, por la sola pertenencia del sujeto a “la población”, dentro del hecho imponible previsto en la norma y en una medida proporcional y equitativa.
Las mencionadas características de este último tipo de contribuciones justifican la aplicación del principio de “reserva de ley”, que obliga a que aquellas sean creadas por el Congreso. Se trata de una garantía especial en favor de quien se ve obligado a realizar un esfuerzo económico a favor de la comunidad general, sólo en razón de su pertenencia a ella según un interés que, aunque pudiese ser muy fuerte, será siempre indeterminado.
En cambio, en la hipótesis de las cargas impuestas por razón de las “relaciones organizativas específicas” la aplicación de tal principio carece no sólo de sentido, sino de base constitucional alguna. La creación de la carga es una competencia propia de la Administración, siempre que dicha competencia resulte de una ley del Congreso, lo que responde al principio de la “sujeción positiva a la ley”, base de la denominada “Administración de legalidad”, según el cual la Administración sólo puede hacer lo que la ley le manda o autoriza a hacer. Es decir, la Administración sólo puede actuar en el marco de su competencia, aun aquella implícita o “por necesidad”. Entre las competencias que la ley –un reglamento administrativo si la autoridad reglamentaria tuviese competencia para ello– puede otorgarle a la Administración –en cualquiera de sus organizaciones y niveles– está la de imponer cargas dinerarias para aquellos “individuos-administrados” que se coloquen en la situación de establecer una “relación organizativa específica” con aquélla o con sus delegados.
Como en todas las instituciones jurídicas, la aplicación de lo anterior está sujeta a los límites de constitucionalidad, expresos o implícitos –razonables–. Debemos estar frente a actividades que puedan ser consideradas materialmente administrativas, es decir, especialmente propias del ámbito organizativo de la Administración. La carga debe ser razonable, tanto en lo que respecta a la ocasión que la justifica como en su monto, que debe ser por naturaleza reducido, sin que resulte imprescindible que, en la totalidad de lo pagado por los administrados, se sostenga totalmente el presupuesto de gastos de la unidad administrativa o la totalidad de sus costos de funcionamiento. Precisamente, puede haber, y normalmente la hay –no necesariamente en el caso de las concesiones viales– una concurrencia entre las contribuciones del Artículo 17 de la Constitución Nacional con estas cargas específicas, aunque habitualmente con mayor incidencia de las primeras.
b) Además de ello, es menester, para que la prestación adquiera carácter tributario, que resulte impuesta sobre el patrimonio del responsable obligado al pago. Ello así, a poco que se repare en los supuestos en que el administrado debe retener o percibir una suma de dinero ajena, más allá de que, finalmente, cumple con una prestación real a favor del Fisco, lo cierto es que su primera obligación es de carácter personal, en tanto tiene la obligación de hacer la retención o percibir un dinero, para luego entregárselo en tiempo y forma al ente recaudador.
Es por ello que la obligación de actuar como responsable por deuda ajena puede ser establecida al margen de las reglas tributarias que disponen la irrestricta vigencia del principio de reserva de ley.
Por otra parte, en armonía con las ideas en desarrollo, procede señalar que la situación jurídica del sujeto obligado a actuar como agente de retención es una situación jurídica especial, regida eminentemente por reglamentos administrativos, en la medida en que el administrado que cumple tal rol se erige en un colaborador no voluntario de la organización administrativa recaudadora de los tributos.
c) Por último, habrá que verificar la finalidad de la contribución. Las contribuciones que tienen como propósito fines extrafiscales, es decir, no persiguen allegar recursos dinerarios al Estado sino atender otros fines, como la preservación de la industria, el medio ambiente, etc., no tienen su génesis en el ejercicio de la potestad tributaria, sino en el poder de policía. Teniendo en cuenta lo dicho, sintetizamos nuestro concepto de esta manera: son tributos las prestaciones en dinero o especie exigidas unilateralmente por el Estado en el marco de una relación de sujeción general, con el propósito eminente de allegar fondos al Tesoro de la Nación a quienes se hallen en las situaciones consideradas por la ley como hechos imponibles.
[1] Tal es la regla metodológica legislada en el Artículo 11 de la Ley Nº 11.683 –t.o. en 1974–, según la cual “en la interpretación de las leyes impositivas sujetas a su régimen, se atenderá al fin de las mismas y a su significación económica. Sólo cuando no sea posible fijar por la letra o por su espíritu el sentido o alcance de las normas, conceptos o términos de las disposiciones antedichas, podrá recurrirse a las normas, conceptos y términos del derecho privado”.
Se consagra, por medio de ese precepto, la primacía en el terreno tributario de los textos que le son propios, de su espíritu y de los principios de la legislación especial y, con carácter supletorio o secundario, de los que pertenecen al derecho privado –Fallos: 237:452; 249:189; 297:500; sentencia del 25-2-1982, in re IKA Renault SA. s/ recurso de apelación del 3-8-1982, en los autos Caille y Vola S.R.L., s/ recurso de apelación–.
[2] Luqui, Juan Carlos, “Las garantías constitucionales de los derechos de los contribuyentes”, Tº 142, p. 891 y sigs.; “Los poderes financieros del gobierno federal”, Tº 1977-B, p. 879 y sigs.; “La unidad de la Nación y los poderes financieros provinciales”, Tº 1978-C, p. 1000 y sigs.; en todos los casos de la Revista Jurídica Argentina La Ley, Derecho Constitucional Tributario, Buenos Aires, Ediciones Depalma, 1993.
[3] Cfr. Casas, J.O, Derechos y garantías constitucionales del contribuyente, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, 2002, ps. 507/516.
[4] Este Modelo de Código Tributario fue preparado para el Programa Conjunto de Tributación de la OEA/BID, teniendo en la Comisión Redactora a los Doctores Carlos Giuliani Fonrouge –Argentina–, Rubens Gomes de Sousa –Brasil–, Ramón Valdés Costa –Uruguay–, Aurelio Camacho Rueda –Colombia–, Enrique Piedrabuena –Chile–, Alonso Moisés Beatriz –El Salvador–, Carlos Mersán –Paraguay–, Enrique Vidal Cárdenas –Perú– y Juan Andrés Octavio –Venezuela–. En este sentido, el MCTAL es la fuente de inspiración para varios países de Latinoamérica.
[5] En ese orden de ideas, procede señalar que la concesionaria, como los usuarios, se encuentran frente a la Administración en una situación de especial sujeción, en virtud de las potestades que, en materia de organización y funcionamiento del servicio público, competen a ésta. De allí que la reglamentación del servicio no esté ceñida sólo por lo que contemple el respectivo contrato, sino también por las propias prerrogativas que por naturaleza corresponden a la autoridad estatal. Así, el individuo que paga, por ejemplo, el Derecho de Peaje, abona por el uso especial de un bien del dominio público.
En esa inteligencia, cualquiera sea el origen del título habilitante, sea en virtud de un permiso de uso o de una concesión de uso, lo remunerado no puede tener naturaleza tributaria. Esto así, a poco que se repare que el título que vincula a la entidad pública y el administrado resulta configurado en el marco de una Relación de Especial Sujeción. Tal conclusión inclusive es aplicable al caso del individuo al que se requiere el pago por la utilización de un bien del dominio público en su estado natural, que bajo ninguna circunstancia podría ser caracterizado como una tasa o una contribución, habida cuenta que no resulta precedido de la realización de actividad estatal alguna.
[6] Cfr. “Ferrari, Alejandro Melitón c/ Nación Argentina –P.E.N.–.Beveraggi de la Rúa y otros c/ Nación Argentina” 1986. Fallos: 308:987.
[7] En ese sentido, la Corte Suprema trató la cuestión al considerar la constitucionalidad de las resoluciones de la entidad que obligaron a las entidades autorizadas a operar en cambios al venderle el excedente de las posiciones netas en divisas. Sobre el punto juzgó el Alto Tribunal que el conjunto de normas que otorga facultades al Banco Central en materia cambiaria y que complementa e integra la regulación de la actividad financiera que se desarrolla en el país convierte a esta entidad autárquica en el eje del sistema financiero, concediéndole atribuciones exclusivas e indelegables en lo que se refiere a política monetaria y crediticia, la aplicación de la ley y su regulación y la fiscalización de su cumplimiento. En tales circunstancias, sostuvo que las relaciones jurídicas entre el Banco Central y las entidades cambiarias sujetas a su fiscalización se desenvuelven en el ámbito del derecho administrativo y esa situación particular es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. En efecto, uno de los ámbitos más fecundos donde imperan exigencias patrimoniales no regidas por el derecho tributario son las dispuestas por el Banco Central de la República Argentina, en su condición de órgano rector del Sistema Financiero, y en el marco de la relación jurídica de especial sujeción que existe entre éste y las entidades financieras que lo integran. Fallos: 310:203 y sus citas.
[8]Así las cosas, no está en tela de juicio la naturaleza tributaria de la tasa que, por ejemplo, cobran los entes municipales en concepto de alumbrado, habida cuenta que los vecinos propietarios no pueden sustraerse del cumplimiento de la obligación más allá de la falta de interés que tengan en su prestación. Por el contrario, resulta controvertida la naturaleza de los pagos realizados, por ejemplo, cuando se quiere inscribir un acto jurídico ante un registro, toda vez que la obligación nace cuando el administrado demanda la realización del servicio.
[9] Una muestra elocuente de tal tesitura es que ningún particular podría arrogarse la facultad de prestar un servicio de tales características, desde que la atribución de emitir actos que certifiquen la existencia de un documento con efectos erga omnes es inherente al poder de imperium del Estado.
[10] Villegas, Curso de Finanzaz, 8ª ed, p. 177 y Valdés Costa, Curso, p 148; García Belsunce, El principio de legalidad, en Facultad de Derecho y Ciencias Sociales- Instituto Uruguayo de Estudios Tributarios, “El principio de legalidad”, p. 103, entre muchos otros.
[11] La Constitución Nacional permite distinguir a priori algunas actividades que son resorte exclusivo del Estado y otras que son prestadas por razones de coyuntura. Por de pronto, asumen el carácter de inherentes todas aquellas que guarden relación con el ejercicio del Poder de Imperio, habida cuenta que ningún particular resultaría en condiciones de incidir autoritativamente sobre la esfera jurídica de otro administrado sin su consentimiento. Otro tanto ocurre con la utilización preferente de un bien del dominio público del Estado. En ninguna inteligencia cabría la posibilidad de que un particular per se desarrolle una actividad comercial destinada a explotar un bien dominical sin un acto de la autoridad que delegue en cabeza del particular la posibilidad de su explotación.
En cambio, no son inherentes al Estado, cabe señalarlo especialmente, la explotación de los servicios públicos. Si bien el Estado puede acordar privilegios, establecer su prestación bajo condiciones monopólicas, fijar una regulación intensa en razón de los intereses públicos comprometidos, etc., lo cierto es que la Constitución Nacional no impide la creación de emprendimientos enderezados a tal fin. Es por ello que las mencionadas actividades son sometidas a un régimen de derecho público luego de la declaración de su publicación por el Congreso de la Nación. Tal decisión implica la sustracción de la actividad del régimen comercial de derecho privado y la imposición de un sacrificio a los particulares que venían desarrollando la actividad que debe ser indemnizada con arreglo a los principios que consagran la responsabilidad estatal por su actividad lícita. Del mismo modo, tampoco son inherentes al Estado todas aquellas actividades que el Estado decide emprender por razones de oportunidad con arreglo a la política económica imperante en una coyuntura determinada.
[12] Por ejemplo, aquella que financia la conexión a la red cloacal. El usuario del servicio público de agua no puede rehusar su pago. Empero tal circunstancia no determina que la contribución revista naturaleza tributaria.
[13] Que los fondos aportados por los usuarios ingresen o no al Tesoro Nacional, como paso previo a las arcas del concesionario o para permanecer en cierto porcentaje allí, no es de la naturaleza de la concesión de obra pública, sino sólo una modalidad de su ecuación económico–financiera. Así lo establece el Artículo 2º de la Ley Nº 17.520, cuando clasifica a tales modalidades como a) onerosa; b) gratuita; c) subvencionada.
[14] Así, el Artículo 3º de la Ley Nº 17.520 delega al Poder Ejecutivo la determinación de la tarifa en el contrato de concesión de obra pública, pero establece como política legislativa que “el nivel medio de las tarifas no podrá exceder al valor económico medio del servicio ofrecido, la rentabilidad de la obra, teniendo en cuenta el tráfico presunto, el pago de la amortización de su costo, de los intereses, beneficio y de los gastos de conservación y de explotación”.
[15] En ese orden de ideas, procede señalar que la concesionaria como los usuarios se encuentran frente a la Administración en una situación de especial sujeción, en virtud de las potestades que, en materia de organización y funcionamiento del servicio público, competen a ésta. De allí que la reglamentación del servicio no esté ceñida sólo por lo que contemple el respectivo contrato, sino también por las propias prerrogativas que por naturaleza corresponden a la autoridad estatal. Así, el individuo que paga, por ejemplo, el Derecho de Peaje, abona por el uso especial de un bien del dominio público.
En esa inteligencia, cualquiera sea el origen del título habilitante, sea en virtud de un permiso de uso o de una concesión de uso, lo remunerado no puede tener naturaleza tributaria. Esto así, a poco que se repare que el título que vincula a la entidad pública y el administrado resulta configurado en el marco de una Relación de Especial Sujeción. Tal conclusión inclusive es aplicable al caso del individuo al que se requiere el pago por la utilización de un bien del dominio público en su estado natural, que bajo ninguna circunstancia podría ser caracterizado como una tasa o una contribución, habida cuenta que no resulta precedido de la realización de actividad estatal alguna.
[16] Existen casos en que el administrado debe pagar un “precio”, resultante de un contrato, pero ello ocurre cuando la Administración o sus entes, empresarios o no, venden o realizan otro tipo de negocios sobre determinados bienes que no son específicamente públicos, pero que la Administración ha decidido producirlos –en el caso de los bienes producidos por sus empresas comerciales o industriales– o de los bienes que la Administración haya decidido desprenderse.
[17] Véase, así, las Leyes Nº 17.520 y 23.696.
[18] En sintonía con las ideas en desarrollo, otro caso paradigmático de contribuciones establecidas al amparo de un Régimen de Sujeción Especial son los requerimientos patrimoniales coactivos que demanda el Banco Central a las entidades financieras, en su condición de institución rectora del sistema financiero.
En ese sentido, la Corte Suprema trató la cuestión al considerar la constitucionalidad de las resoluciones de la entidad que obligaron a las entidades autorizadas a operar en cambios al venderle el excedente de las posiciones netas en divisas. Sobre el punto juzgó el Alto Tribunal que el conjunto de normas que otorga facultades al Banco Central en materia cambiaria y que complementa e integra la regulación de la actividad financiera que se desarrolla en el país convierte a esta entidad autárquica en el eje del sistema financiero, concediéndole atribuciones exclusivas e indelegables en lo que se refiere a política monetaria y crediticia, la aplicación de la ley y su regulación y la fiscalización de su cumplimiento. En tales circunstancias, sostuvo que las relaciones jurídicas entre el Banco Central y las entidades cambiarias sujetas a su fiscalización se desenvuelven en el ámbito del derecho administrativo y esa situación particular es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. En efecto, uno de los ámbitos más fecundos, donde imperan exigencias patrimoniales no regidas por el derecho tributario, son las dispuestas por el Banco Central de la República Argentina, en su condición de órgano rector del Sistema Financiero, y en el marco de la relación jurídica de especial sujeción que existe entre éste y las entidades financieras que lo integran. Fallos: 310:203 y sus citas.
En ese mismo sentido, también puede traerse a colación un pronunciamiento reciente de la Cámara Contencioso Administrativo que declaró la inconstitucionalidad de las erogaciones que impone el Decreto Nº 588/1998 y la Resolución –Lotería Nacional– Nº 157/1998 a los sujetos que realizan promociones públicas que, aunque no establezcan la obligación de compra de los productos ofertados, se resuelven mediante la intervención del azar. El fundamento de la decisión subyace en el carácter coactivo de la prestación requerida por la Lotería Nacional con fundamento en las mencionadas normas. Desde nuestro punto de vista, la situación de las empresas es análoga a la que mantienen las entidades financieras con la entidad rectora del sistema financiero. Debe tenerse en cuenta que la realización de concursos, sorteos o competencias que se efectúan mediante la utilización de medios de comunicación de carácter masivo se exhibe fuera del comercio y sólo puede ser ejercida a partir un acto administrativo que habilite su realización. En efecto, de acuerdo a lo reglado en el Artículo 2069 del Código Civil: “Las lotería y rifas, cuando se permitan, serán regidas por las respectivas ordenanzas municipales o reglamentos de policía”. Por otra parte, el Artículo 13 de la Ley Nº 18.226 prescribe: “Queda prohibida en la Capital Federal y Territorio Nacional de Tierra del Fuego, Antártica e Islas del Atlántico Sur la introducción por cualquier medio y con fines de expendio, al igual que el anuncio, propaganda y circulación o venta de toda otra lotería que no sea la emitida por la Lotería de Beneficiencia Nacional y Casinos, como asimismo, la exhibición, reproducción y circulación de extractos correspondientes a las mismas. Queda también prohibida la venta en la vía pública de billetes de lotería, rifas, tómbolas, bonos de contribución y demás participaciones de juegos de azar, no autorizados especialmente”. A su vez, el Artículo 16 de la mencionada ley establece: “No se autorizarán rifas, tómbolas o bonos de contribución sin consulta previa a la Lotería de Beneficencia Nacional y Casinos, a fin de determinar si existe competencia con la comercialización de sus billetes”. Y, de tal manera, se configura entre la Lotería Nacional y las personas que deciden encarar tales promociones de contenido lúdico una relación jurídica que se desenvuelve en el campo del derecho administrativo y que da lugar a una situación particular que es diversa al vínculo que liga a todos los habitantes del territorio con el Estado. Fallos: 310:203. En efecto, la situación jurídica de las promotoras de juegos lúdicos se rige eminentemente por un permiso administrativo. Este instituto jurídico se caracteriza por levantar, individualmente, esa prohibición general a efectos de que un individuo, en nuestro caso, organizado en la forma en que la reglamentación de policía lo establece, pueda intervenir en la actividad relacionada con la organización de juegos de azar, así como también se da, verbigracia, en la actividad financiera, antes mencionada, o en otras relaciones jurídicas donde también, cabe señalarlo, la Administración exige el ingreso de un arancel como conditio para acceder a la habilitación de la actividad. Es, así, que la situación del administrado que obtuvo una habilitación concreta para ejercer una actividad que resulta prohibida excede los límites habituales que rigen en el resto de las que se desarrollan en la comunidad, estableciéndose restricciones a los derechos tradicionales de los sujetos beneficiados por la autorización, que, en tal caso, quedan sometidos a obligaciones que nacen, a cada momento, de cara a las normas que reglamentan su accionar. –Véase Fallo Plenario de las Salas de la Cámara Federal Contencioso Administrativo Federal in re “Multicambio SA c/ Banco Central de la República Argentina s/ Ordinario”, y sus citas: Martín Mateo y Sosa Wagner, “Derecho administrativo económico”, p. 137; Giannini, Diritto administrativo, volumen II, p. 1093 y sigs.; García de Entrerría y Fernández, “Curso de derecho administrativo”, volumen II, p. 126 y sigs.; Melián Gil, “Sobre la determinación conceptual de la autorización y la concesión”, en Revista Administración Pública, L. 71, p. 59 y sigs–. En ese sentido, las disposiciones de los Artículos 5° del Decreto Nº 588/1998 y 9° y 12 de la Resolución –LN– Nº 157/1998, en tanto habilitan a exigir prestaciones en dinero a las empresas que organizan operatorias promocionales, no resultan, en principio, contrarias a ninguna cláusula de la Ley Fundamental, en tanto es propio de este régimen de sujeción especial la delegación en organismos administrativos encargados de ejercer la policía, dictar normas reglamentarias que establezcan requisitos, condiciones o limitaciones para la realización de la actividad en ciernes. Es por ello que las especiales y particulares reglamentaciones que se imponen a los permisionarios, que pudieran parecer una indebida intromisión en los derechos exclusivos de empresas privadas, en realidad, se exhiben como correlato de aquella obligatoriedad instituida en forma complementaria, integrando un sistema que otorga un margen de acción restringido sometido a un control permanente, que comprende desde el permiso para operar que se acuerda a ellas hasta su cancelación, y que no se dirige a fiscalizar a cualquier individuo, sino a determinada clase de personas jurídicas que desarrollan la actividad de que se trata, en razón del destino social que se realiza con la inversión de sus frutos.
[19] Fallos: 178:355.6. Fallos: 180:384. Fallos: 201:249, p. 269. En ese orden de ideas, ha señalado nuestro Máximo Tribunal que “en todo estado soberano el Poder Legislativo es el depositario de la mayor suma de poder y es, a la vez, el representante más inmediato de la soberanía”. Asimismo, remarcando la trascendencia de la misión institucional del Congreso, ha agregado que “la Constitución establece para la Nación un gobierno representativo, republicano, federal. El Poder Legislativo que ella crea es el genuino representante del pueblo y su carácter de cuerpo colegiado, la garantía fundamental para la fiel interpretación de la voluntad general” , y, en tal sentido, sostiene la jurisprudencia de nuestro Máximo Tribunal que “la función específica del Congreso es la de sancionar las leyes necesarias para la felicidad del pueblo […] Es clásico el principio de la división de los poderes ínsito en toda democracia y tan antiguo como nuestra Constitución, o su modelo norteamericano o como el mismo Aristóteles que fue su primer expositor. Ese espíritu trasciende en la letra de toda la Constitución y en la jurisprudencia de esta Corte”. Voto del Juez Repetto en Fallos: 201:249, p. 278. Las tres últimas citas están tomadas del Considerando 14 del voto del Dr. Maqueda en el caso Simón, CS, 14-6-2005.
[20] Dice el Artículo 30: “Las restricciones permitidas, de acuerdo con esta Convención, al goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidas por la misma no pueden ser aplicadas sino conforme a leyes que se dictaren por razones de interés general y con el propósito para el cual han sido establecidas”. El mencionado Tribunal sostuvo: “La Corte entra ahora a analizar la disyuntiva de si la expresión “leyes” utilizada por la disposición transcripta se refiere a leyes en sentido formal –norma jurídica emanada del Parlamento y promulgada por el Ejecutivo, con las formas requeridas por la Constitución– si, en cambio, se la usa "en sentido material como sinónimo de ordenamiento jurídico, prescindiendo del procedimiento de elaboración y del rango normativo que le pudiera corresponder en la jerárquica del respectivo orden jurídico. La protección de los derechos humanos requiere que los actos estatales que los afecten de manera fundamental no queden al arbitrio del poder público, sino que estén rodeados de un conjunto de garantías enderezadas a asegurar que no se vulneren los atributos inviolables de la persona, dentro de las cuales acaso la más relevante tenga que ser que las limitaciones se establezcan por una ley adoptada por el Poder Legislativo, de acuerdo con lo establecido por la Constitución. A través de este procedimiento no sólo se inviste a tales actos del asentimiento de la representación popular, sino que se permite a las minorías expresar su inconformidad, proponer iniciativas distintas, participar en la formación de la voluntad política o influir sobre la opinión pública para evitar que la mayoría actúe arbitrariamente. En verdad, este procedimiento no impide en todos los casos que una ley aprobada por el Parlamento llegue a ser violatoria de los derechos humanos, posibilidad que reclama la necesidad de algún régimen de control posterior, pero sí es, sin duda, un obstáculo importante para el ejercicio arbitrario del poder. Lo anterior se deduciría del principio –así calificado por la Corte Permanente de Justicia Internacional, Consistency of Certain Danzig Legislative Decrees with the Constitution of the Free City, Advisory Opinion, 1935, P.C.I.J., Series A/B, N' 65, p. 56– de legalidad, que se encuentra en casi todas las constituciones americanas elaboradas desde finales del siglo XVIII, que es consustancial con la idea y el desarrollo del derecho en el mundo democrático y que tiene como corolario la aceptación de la llamada reserva de ley, de acuerdo con la cual los derechos fundamentales sólo pueden ser restringidos por ley en cuanto expresión legítima de la voluntad de la Nación. La reserva de ley para todos los actos de intervención en la esfera de la libertad, dentro del constitucionalismo democrático, es un elemento esencial para que los derechos del hombre puedan estar jurídicamente protegidos y existan plenamente en la realidad. Para que los principios de legalidad y reserva de ley constituyan una garantía efectiva de los derechos y libertades de la persona humana, se requiere no sólo su proclamación formal, sino la existencia de un régimen que garantice eficazmente su aplicación y un control adecuado del ejercicio de las competencias de los órganos. En tal perspectiva, no es posible interpretar expresión leyes, utilizada en el Artículo 30, como sinónimo de cualquier norma jurídica, pues ello que valdría a admitir que los derechos fundamentales pueden ser restringidos por la sola determinación del poder público, sin otra limitación formal que la de consagrar tales restricciones en disposiciones de carácter general. Tal interpretación conduciría a desconocer límites que el derecho constitucional democrático ha establecido desde que en el derecho interno se proclamó la garantía de los derechos fundamentales de la persona, y no se compadecería con el Preámbulo de la Convención Americana, según el cual “los derechos esenciales del hombre […] tienen como fundamento los atributos de la persona humana, razón por la cual justifican una protección internacional, de naturaleza convencional coadyuvante o complementaria de la que ofrece el derecho interno de los Estados americanos”[…] La expresión “1eyes”, en el marco de la protección a los derechos humanos, carecería de sentido si con ella no se aludiera a la idea de que la sola determinación del poder público no basta para restringir tales derechos. Lo contrario equivaldría a reconocer una virtualidad absoluta a los poderes de los gobernantes frente a los gobernados. En cambio, el vocablo “leyes” cobra todo su sentido lógico e histórico si se lo considera como una exigencia de la necesaria limitación a la interferencia del poder público en la esfera de los derechos y libertades de la persona humana. La Corte concluye que la expresión “1eyes”, utilizada por el Artículo 30, no puede tener otro sentido que el de ley formal, es decir, norma jurídica adoptada por el órgano legislativo y promulgada por el Poder Ejecutivo, según el procedimiento requerido por el derecho interno de cada Estado”.
[21] De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte, el Poder Ejecutivo Nacional tiene vedado establecer tributos aún por la vía extraordinaria de los decretos de necesidad y urgencia, toda vez que el Artículo 99, inc. 3°, de la Ley Fundamental le prohíbe, en forma terminante, emitir este tipo de disposiciones cuando se trate –entre otras– de la materia tributaria. El Tribunal aplicó lo prescripto por esta norma en los conocidos precedentes de Fallos: 318:1154 y 319:3400 –“Video Club Dreams” y “La Bellaca SAACIF”, respectivamente–.
[22] Fallos: 321:366 y sus citas.
[23] Fallos: 316:2329; 318:1154; 319:3400 y sus citas, entre otros.
[24] Fallos. 312:1098. Vid también Fallos: 310:2193.
[25] Véase sobre esto último la doctrina del citado precedente de Fallos: 319:3400, en especial, su Considerando 9º.
[26] Y a ello cabe agregar que ha sostenido más recientemente la Corte Suprema norteamericana, a través del voto del Juez Scalia, en la misma dirección, que ella “no ha tenido éxito al tratar de trazar la línea que separa el otorgamiento adecuado de poderes del Congreso al Ejecutivo de una delegación inconstitucional de facultades legislativas, de hecho tiene razón Schoenbrod cuando piensa que hace tiempo hemos dejado de intentarlo”, caso Printz, 521 US 898 –1997–.
[27] Fallos: 248:482; 303:245; 305:134; 312:912; 316:2329, entre muchos otros.
[28] “La Martona S.A. v. Provincia de Buenos Aires s/ repetición de una suma de dinero”, Fallos: 182:411, sentencia del 7 de diciembre de 1938, referente a la aplicación del principio de las tasas.”Alberto Francisco Jaime Ventura y Otra v. Banco Central de la República Argentina”, Fallos: 294:152, sentencia del 26 de febrero de 1976, donde se declaró la inconstitucionalidad de un tributo encubierto, creado por una norma infralegal. “Juan Pedro Insúa”, Fallos: 310:1961, sentencia del 1 de octubre de 1987, sobre efectos liberatorios del pago e irretroactividad fiscal.”Fleischmann Argentina Inc.”, Fallos: 312:912, sentencia del 13 de junio de 1989, relativo a la prohibición de crear tributos por vía interpretativa. “Video Club Dreams v. Instituto Nacional de Cinematografía”, Fallos: 318:1154, sentencia del 6 de junio de 1995, referente a la inconstitucionalidad de tributos creados por decretos de necesidad y urgencia.”Luisa Spak de Kupchik y Otro v. Banco Central de la República Argentina y Otro”, Fallos: 321:347, sentencia del 17 de marzo de 1998, sobre los alcances de un tributo establecido por un decreto de necesidad y urgencia.
[29] Cfr.: Curso de Derecho Financiero Español, 19ª edición, capítulo II: "Las fuentes del Derecho Financiero. La Constitución y los principios constitucionales", parágrafo II: "Los principios constitucionales del Derecho Financiero", letra "A": "El principio de legalidad", punto 2: "Los tributos: el principio de legalidad tributaria", apartado "c": "El principio de legalidad tributaria y las relaciones Ley–reglamento", , Madrid, Marcial Pons Ediciones, 1997, p. 48 y sigss., en particular, p. 50.
[30] Véase los votos Dr. Osvaldo Casas como Juez del Tribunal Superior de la Ciudad de Buenos Aires en las causas: “Asociación de Receptorías de Publicidad –A.R.P.– c. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo s/ recurso de inconstitucionalidad”, expte. N° 329/2000, sentencia del 6 de septiembre de 2000 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº II, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 260 y sigs.–; “Círculo de Inversores S.A. de ahorro para fines determinados s/ recurso de apelación ordinario” en “Círculo de Inversores S.A. de ahorro para fines determinados c. GCBA –Dirección General de Rentas– Resolución 3087-DGR-00 s/ recurso de apelación judicial c. decisiones de DGR", expte. N° 1150/2001, sentencia del 13 de febrero de 2002 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº IV, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 18 y sigs.–; “Estudio Beccar Varela c. GCBA –Dirección General de Rentas y Empadronamiento Inmobiliarios– s/ cobro de pesos s/ recurso de inconstitucionalidad concedido y recurso de queja por denegación de recurso de inconstitucionalidad”, exptes. N° 1644/2002 y N° 1639/2002 –por cuerda–, sentencia del 16 de octubre de 2002 –en Constitución y Justicia [Fallos del TSJ], Tº IV, Buenos Aires, Ed. Ad Hoc, p. 489 y sigs.– y “Alegre Pavimentos SACICAFI c. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s /amparo s/ recurso de queja”, expte. N° 893/2001, sentencia del 3 de agosto de 2005.
[31] Mordeglia, Tratado de Tributación, op. cit., p. 89.
[32] Fallos: 324–1848, autos "F. M. Comercial S.A. v. Dirección General Impositiva", del 14 de junio de 2001: La Ley: 2001-F-796.
[33] Fallos: 182:411, autos “La Martona S.A c. Provincia de Buenos Aires”.
[34] Fallos: 31:82. Empero en el caso se rechazó la legitimación del contribuyente de iure porque el impuesto había sido trasladado a los productores y consumidores.
[35] Fallos: 182:441.
[36] Fallos: 36:2329.
[37] Fallos: 319:34000, “La Bellaca SAACI FM”, del 27 de diciembre de 1996.
[38] Véase Jarach, Dino, Curso Superior de Derecho Tributario, Buenos Aires Liceo Profesional Cima, 1969, ps. 109/110.
[39] Fallos: 190:301; 202:193; 237:636,301:214, entre otros.
[40] “Krill Producciones Gráficas SRL s/ apelación – clausura” , LL 1994-A-587, 8 de junio de 1993.
[41] Fallos: 316:2329.
[42] Fallos: 319:3499, Considerando 9º.
[43]Fallos: 311:1617; 328:690.
[44]En nuestro sistema institucional la potestad que asiste a los cuadros administrativos para reglar la situación jurídica de los administrados no tiene su origen en una estructura constitucional bicéfala del poder entre el órgano representante de la voluntad popular y el Monarca.
En igual sentido, tampoco es menester recurrir a las elucubraciones doctrinarias que, para dar satisfacción a la perenne necesidad de operatividad y eficacia que precisa la máquina administrativa en determinados ámbitos, ameritan la posibilidad de apartarse del principio de reserva de ley consagrado en las constituciones modernas.
En tal inteligencia, corresponde señalar que el poder normativo de los cuadros administrativos tiene su origen y alcance en el Artículo 99 de la Constitución Nacional. Dentro de este marco conceptual es que debe alcanzarse a comprender la situación jurídica de ciertos administrados que no se ven incididos en su esfera de derechos y obligaciones por una ley del Congreso de la Nación, sino que su situación jurídica es gobernada primordialmente por reglamentos administrativos.
Teniendo en cuenta tales parámetros, el estudio de las Relaciones Especiales de Sujeción no sería otra cosa que el examen de la potestad reglamentaria abordada con relación a ciertos extractos de la actividad administrativa. Lo dicho expresa una importante distinción con importantísimos estudios que han caracterizado a las relaciones de sujeción especial como aquellas que se configuran en el marco de una relación que tiene al administrado incorporado y participando durante un cierto tiempo la intus de la organización administrativa. Esta idea –fundada esencialmente en regímenes constitucionales que aceptan una construcción bipolar del poder– ha llevado, entre otras consecuencias, a soslayar la existencia de derechos fundamentales frente al ejercicio de la potestad sancionatoria administrativa, en particular, en aquellos supuestos donde se produce una inserción del ciudadano en el ámbito de una organización administrativa. Cuando lo cierto es que la comprensión de la existencia de un poder de sujeción especial no implica en absoluto que el ejercicio de la potestad administrativa en este ámbito resulte desvinculado del orden jurídico y, en particular, del bloque de derechos humanos consagrados en las Convenciones Internacionales suscritas por el Estado Nacional.
[45] Fallos: 314:595.
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